De un lado estarían lo que podríamos considerar muertos abstractos. En este grupo se incluirían la totalidad de nuestros antepasados, ese enorme número de individuos de la especie humana que pasaron por este mundo y ya nos han abandonado. Tan grandes es la cifra /el historiador Paul Chaunu intentó en algún momento calcularla y le salían unos cuantos billones), que ya los griegos se referían a esa comunidad de desaparecidos como “la mayoría”. También entrarían aquí esos muertos anónimos que aparecen en los medios de comunicación constantemente. Las guerras que no cesan y la cantidad de conflictos violentos que asolan el plantea constituyen ocasión permanente para que las pantallas de los televisores o las páginas de los periódicos se llenen con imágenes, a menudo obscenas, de cadáveres. En tercer lugar, habría que mencionar a esos personajes célebres, del ámbito de la cultura, la política o el espectáculo, cuyo fallecimiento también proporciona continuado pretexto para recordarnos la inevitabilidad de la muerte. Por último, y ya que se trata de plantear el grado de presencia de la muerte en nuestra sociedad, habría que incluir así mismo en el apartado de los muertos abstractos (“muertos ficticios”) los que aparecen representados en las obras de arte, en especial en el cine, y que son los que hoy en día hacen, de manera abrumadora, que el individuo obtenga su primera noticia acerca del hecho de la muerte.
Se propone mencionar además a los muertos concretos entre los cuales estarían nuestros seres más próximos y queridos, aquellos a los que la vida nos proporciona el triste privilegio de despedir, además, desde luego, de nosotros mismos. Mientras que respecto a la presencia pública del anterior grupo hay poca dudas, es al hablar de este segundo cuando se nos hace patente hasta que punto la muerte se ha ido haciendo progresivamente invisible en nuestros contexto habituales. Dicho de una manera muy descriptiva: los tanatorios se han convertido en la salida de emergencia de los hospitales y de las grandes ciudades ha desaparecido la imagen, ante habitual, de los coches fúnebres.
Por supuesto que, de ser cierta la precedente descripción, procedería preguntarse por los motivos de la tendencia señalada. La respuesta parece calar: escondiendo a sus muertos (en el segundo sentido), nuestra sociedad evita afrontar aquella experiencia que probablemente provoca la desazón más radical en el ser humano: el miedo a la muerte. El arraigo de dicho miedo, más allá de diferencias históricas y sociales, es cosa sobradamente acreditada. Bastará con recordar el remedio que proponía Epicuro para ahuyentarlo: la muerte no es nada, nada para los seres vivos, porque están vivos, y nada para los muertos porque ya ni están. El remedio, más que tramposo, es insuficiente, como intentaré mostrar enseguida.
Pensar en la muerte desde una perspectiva distinta, Heidegger y su distinción entre muerte y angustia, propuso distinguir entre muerte y angustia. El miedo es el temor a algo que conocemos (o creemos conocer), mientras que angustia es el temor que genera en nosotros lo desconocido o, con más propiedad, el temor sin objeto definido. Para Heidegger es angustia lo que nos provoca la muerte.
Sin embargo, una puntualización parece necesaria. Aceptando la parte de razón que tanto Epicuro como Heidegger tienen, me temo que ambos se equivocan al poner el acento casi en exclusiva en la muerte propia, lo que provoca que no presten suficiente atención aquello que a mi entender merece ser pensado. Me refiero a esa experiencia que tiene lugar cuando desaparece un ser querido, una experiencia de pérdida que no se agota en absoluto identificándola con la experiencia de nuestra propia finitud. La muerte ajena nos hace saber no sólo de nuestra finitud, sino también de nuestra incompleta condición. Nunca como en la muerte de alguien cercano experimentamos el grado de dependencia que tenemos respecto de los otros: hasta que punto somos en gran medida esos otros. Afirmar, ante la pérdida de un ser querido, que con él se va una parte de nosotros mismos es mucho más que una metáfora expresiva o una frase contundente.
En efecto, empezamos a morir cuando mueren los seres que queremos. En ese sentido, podría decirse que la vida no es otra cosa que un prolongado aprendizaje de la muerte. En el bien entendido de que tal aprendizaje no consiste en la adquisición de unas técnicas o de unos conocimientos que nos hagan más llevadera la inminencia del tramo final, sino en el proceso por el que tomamos calara conciencia de lo que la vida contiene, en su misma entraña, de muerte. Formulémoslo así: vamos muriendo a lo largo de la vida, y lo que en verdad hace la muerte propia es liberarnos definitivamente, de ese doloroso y extenuante sufrimiento.
La muerte. Concepción, creencias y sentimientos en el adulto mayor.
La muerte surge con la vida. Los seres físicos existen, pero no viven. Pierden la existencia pero no mueren. La bacteria muere. La muerte según Morin (1974), es la doble fatalidad, interna y externa, de la vida: la muerte interna sobreviene al término de una acumulación finalmente ineluctable de errores en la organización comunicacional/informacional del celular, la muerte externa esta omnipresente en la coalición de los peligros ecológicos en los que, cada uno, para comer corre el riego de ser comido por un comedor. La relación vida/muerte es así cierta (a termino) e incierta (en cada instante a la vez).
La muerte, esa gran desconocida, domina el mundo con su inmenso poder. Poseerá a las personas en uno u otro lugar, solas o acompañadas; cuando eso ocurra no será mañana, será hoy porque la muerte siempre sucede hoy. Coquetea con la vida y nunca se concede un descanso (Calle, 1986: p.12).
Vida y muerte se complementan y forman parte de un mismo proceso. Algunas personas piensan excesivamente en morir mientras que otras se evaden de la muerte intentando ignorarla. Nadie quiere morir, ni siquiera los que se sienten más desafortunados. Solo los que están muy afectados por el abatimiento, dominados por su sentimiento de unidad mística o aquellos que ya han conseguido liberarse de toda atadura no sienten terror ante el final (Calle, 1986: p.13).
Como se ha visto, es el enemigo mortal de la vida (ya que, sin dejar de ser desintegrante, está integrada en las transformaciones y regeneraciones de la vida). Pero es el enemigo mortal del individuo sujeto. Al aniquilar irremediablemente su existencia, aniquila su tesoro absoluto, desintegra su centro del mundo, abole su universo. Para el sujeto, la muerte es el cataclismo absoluto: el fin del mundo (Morin: 1974)
Sobre la muerte se pueden afirmar varias cosas: es segura, irremediable, sucederá hoy y no mañana de forma imprevisible, se muere en soledad y cada uno será protagonista de su propio fin. Así es la muerte. Un día se desaparece por que llega y toma. Al nacer – decía un maestro de la India_ ya somos cadáver. Una persona capaz de comprender que todo pasa, que sabe coger pero también soltar, acepta la muerte mucho mejor y será capaz de enfrentarse mucho mejor a ella. Este enfrentamiento requiere un cambio de actitud mental. Si se consigue una nueva manera de pensar y percibir las cosas, la muerte no tiene que inspirar terror; se convertirá en algo familiar y se vivirá cada instante como si fuera el último y si no lo es, mucho mejor (Calle, 1986: p. 14).
No se puede negar la evidencia de la muerte que tiene lugar en un momento determinado y que origina un sinnúmero de consecuencias biológicas, sociales, económicas y legales, pero nuestras épocas, a pesar de su realismo y ansias de conocimiento, esconde, ignora y niega la muerte en diversas formas. La gerontología social analiza la muerte como un momento más de la vida; envejecemos o nos acercamos más a la muerte desde que nacemos y la vida sigue después de la muerte para los supervivientes que se enfrentan a sus consecuencias.
La muerte, aun siendo un hecho capital de la existencia, debe integrarse con una perspectiva dinámica en la vida total. La vida no se agota totalmente con la muerte, aun para los no creyentes, ya que vivimos en nuestras obras, en nuestros descendientes y en residuos de nuestra vida que subsisten después de nuestra partida de este mundo. No se trata de desdramatizar la muerte sino de situarla objetivamente en su perspectiva adecuada con unos antecedentes y una prolongación en el tiempo. La perspectiva gerontológica moderna participa del significado existencial de la muerte de otras épocas, en las cuales la muerte constituía un hecho frecuente para la gente normal, participaban en el duelo y asumían el hecho de morir de una forma más natural que las sociedades industriales tecnológicamente avanzadas que la niegan, ocultan e ignoran.
Así que la vejez es, como dice Bobbio, una sucesión de pérdidas, de continuos duelos, que hay que afrontar y aceptar, pero ¿acaso seria menos gravosa –nos recuerda Cicerón- una vejez a los ochocientos anos que a los ochenta? (Bayes: 2001)
http://www.portalesmedicos.com