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domingo, 25 de octubre de 2009

CEREBRO Y PERSONA


María Gudin, escribe el capítulo Cerebro y Bioética (p. 265-278) en Manual de Bioética (Gloria M. Tomás coord.) Ariel, 2001, recogiendo en gran parte las ideas de su libroCerebro y Afectividad. Colección Astrolabio Salud. EUNSA. Pamplona, 2001. Se presenta un resumen.

1. La conciencia desde el punto de vista neurológico apoya la base Bioética del termino persona.

La postura filosófica más coherente no es la estrictamente dualista, ni la plenamente monista. Pienso que lo que está más de acuerdo con la realidad es lo que podríamos llamar un dualismo monista. La función mental no puede reducirse al cerebro, hay algo más, que es lo anímico del hombre, lo espiritual. Sin embargo, nunca encontraremos el límite de dónde termina el cerebro y dónde comienza la mente; mente y cerebro constituyen una unidad. La mente se distingue claramente de lo que es el cerebro (postura dualista), pero se halla tan íntimamente imbricada con él que ambos constituyen una unidad (postura monista). Ésta es la postura del realismo filosófico. El hombre es una unidad entre cuerpo y espíritu, entre mente y cerebro: realidades que pueden distinguirse entre sí pero no separarse. Cómo se relacionan la función mental y los mecanismos de conciencia continúa siendo un misterio.

La cuestión más importante del funcionamiento cerebral, y quizá la más insoluble desde el punto de vista científico, es el problema de la conciencia. Es decir, la capacidad del individuo humano de mirarse a sí mismo y mirar al exterior conociendo y transformándose a sí mismo y al entorno que le rodea. ¿Cuándo podemos decir que algo o alguien es consciente? ¿Está consciente un ordenador? ¿Cuál es la base anatómica de la conciencia? ¿Se localiza en algún punto del sistema nervioso?

Así, ante el problema de la conciencia, en filosofía se han producido dos grandes respuestas. La primera es que la conciencia no existe más que en el interior del sujeto, y que no hay separación entre el mundo exterior y lo pensado o percibido. La postura más desarrollada en este sentido es la que afirma que el mundo exterior no existe como realidad autónoma, independiente de la conciencia humana. Sólo existe lo que conocemos.

Por otro lado, la filosofía clásica realista afirma que existe un mundo exterior que es objeto de la conciencia. Un ser está consciente cuando se relaciona con ese mundo exterior. A favor de todo ello está el funcionamiento cerebral, un sistema que se sostiene bajo la premisa de unos datos provenientes del mundo exterior y que desarrolla relaciones interiores para dar respuestas a lo proveniente de fuera de sí mismo.

En Montreal, a principios de siglo, un grupo de científicos se preguntan por el misterio de la mente. Piensan que la forma de llegar a entender el misterio que hay en el hombre es entender los mecanismos de la conciencia. La experiencia común nos dice que estamos conscientes. ¿Pero que es la conciencia? Desde un punto de vista meramente neurológico, la conciencia es el estado de actividad que se caracteriza por sensación, emoción, volición o pensamiento: la mente en el más amplio sentido; algo que en naturaleza se distingue de lo físico.

La conciencia es un término difícilmente definible. Es un concepto particularmente debatido desde el siglo XVI, con Descartes y el racionalismo. Desde el origen de la filosofía se sostuvo prácticamente por unanimidad que conciencia y realidad eran entidades independientes. A partir de Descartes, la separación entre realidad y pensamiento ha sido cuestionada por diversas corrientes de pensamiento. Partiendo del "pienso, luego existo" de Descartes se deduce que la conciencia se identifica con la realidad exterior, y se alcanza la conclusión de que el mundo exterior llega a ser conocido por nosotros a través de la conciencia, de tal manera que existe solamente en virtud de ella. Esto condujo a algunos filósofos, como los empiristas ingleses, entre los cuales destaca Berkeley (1713), a la extrema conclusión filosófica de que nada existe fuera de nuestra conciencia, si no es como función mental. Para Berkeley, el espíritu humano trata sólo con "ideas" que -para este filósofo- están formadas por sensaciones y sus compuestos. Suponemos que ese mundo ideal y mental es representación de otro mundo que es exterior a nosotros mismos; pero este mundo objetivo no lo ha visto nadie porque nadie ha salido jamás de su propia mente. La consecuencia es, para Berkeley, el idealismo absoluto, que consiste en negar una realidad exterior a mi mente o, como dice él, el ser de las cosas consiste en ser percibidas. Posición filosófica difícilmente sostenible, ya que, fuera de su contexto y llevada al extremo, implica que si yo miro a un objeto y me quedo dormido, el objeto dejaría de existir. La posición de Berkeley ilumina, sin embargo, un hecho fundamental de la epistemología, es decir, que el mundo real que existe afuera es sólo accesible a través de la conciencia. Esto ya fue definido por Aristóteles: "Nada es aprendido o entendido que no haya sido antes percibido."

Sin embargo, desde el punto de vista aristotélico se distingue el conocimiento de la realidad exterior. Para la postura realista aristotélica, la percepción de la realidad externa a la mente es diferente de la realidad en sí misma; ambos aspectos no significan lo mismo. En la postura del empirismo inglés esto no ocurre: sólo existe la realidad en cuanto que ésta es percibida por el sujeto; así, el objeto de la teoría del conocimiento de los empiristas es lo ya conocido, que es diverso de lo real, que difícilmente podrá ser conocido. Aristóteles ya había captado que el paso previo al conocimiento es la percepción sensible, pero desarrolla su teoría del conocimiento trascendiendo a la simple percepción. La función mental es abstraer desde el mundo de lo percibido el mundo de lo real, que para el ateniense sí puede ser objeto de conocimiento por parte del hombre.

Estar consciente es, por tanto, el requisito obligatorio para cualquier forma de experiencia humana y para el conocimiento, y cualquier objeto de experiencia y cualquier conocimiento se produce en el contexto de una experiencia externa consciente. La afectividad, los sentimientos propios, ocurren en el seno de una experiencia consciente.

La conciencia, entonces, no puede ser externa a sí misma, ni puede ser un objeto de la realidad exterior, por eso no puede ser observada. Podríamos utilizar la siguiente metáfora para explicarlo: la conciencia es la ventana por la que nos aproximamos al mundo exterior; pero al mirar a través de ella, no podemos verla.

De todo lo que se ha expuesto podemos deducir que el cerebro es el órgano que media entre la función mental y la realidad, y que hay en él algo que se nos escapa. Algunos científicos como Mc Kay (1978) definen la conciencia como alguna clase de programa neural que controla el funcionamiento del cerebro; sin embargo, esta explicación todavía deja algo sin responder: ¿quién está haciendo la programación? Una programación que es variable, libre y cambiable, ¿quién la realiza? La explicación de Me Kay parte de una visión monista del cerebro, en la que todo lo que procede del hombre es cerebral. Es una explicación insatisfactoria del cerebro humano.

Por otro lado, toda la estructura cerebral va en contra de que la realidad externa esté vinculada al mismo funcionamiento del cerebro. Al analizar el cerebro comprobamos que es un órgano con circuitos de entrada y de salida. Es decir, el cerebro es un órgano que no da respuesta de sí mismo, sino que alude a una realidad exterior. Está estructurado en un sistema de entrada ligado a los sentidos externos y un sistema de salida relacionado con el sistema motor. El cerebro es, pues, un órgano que tiene relación con el mundo exterior, que sirve para recibir información, procesarla, y convertida en nuevas ideas, transformar la realidad exterior.

Las dificultades al establecer un puente entre la realidad externa e interna han conducido a algunos científicos como Penfield (1975), Popper y Eccles (1977) a atribuir a la conciencia una cualidad inmaterial de tipo espiritual, y a sostener que algunas partes de la corteza y el tronco cerebrales representan un lugar de confrontación entre estos dos mundos. Esta visión retira el problema de la conciencia del mundo científico y concluye en que el cerebro no da explicación de sí mismo. Parte de los trabajos de investigación de Penfield y la escuela de Montreal se dedicaron a la búsqueda de un sustrato anatómico cerebral de la conciencia humana. Encontraron que presionando partes profundas del cerebro, la zona del diencéfalo y el tronco cerebral, el sujeto perdía la conciencia, y sostuvieron que ése era el lugar anatómico de origen de la conciencia. Es curioso que este grupo encuentra la localización de la conciencia muy cerca de la glándula pineal, el lugar donde Descartes la había situado.

En este momento y desde un punto de vista científico, ya no se reconoce que la conciencia esté localizada en un punto del sistema nervioso. Estar consciente es mucho más que estar despierto, y, por otro lado, alteraciones amplias de toda la corteza cerebral conducen a estados de inconsciencia. La conciencia procede del funcionamiento adecuado de todo el sistema nervioso central, y en definitiva, del cuerpo humano.

Al estudiar pacientes epilépticos se ha podido comprobar que muchos aspectos de la función mental (memoria, lenguaje, pensamiento abstracto, cálculo etc.) pueden ir desapareciendo y lo único que se produce es un oscurecimiento del nivel de conciencia. Es decir, desde el punto de vista cerebral, la conciencia está formada por la unión de funciones variadas, y al faltar parte o alguna de esas funciones, lo que se produce es una parcial degradación de la conciencia. Aquí podríamos poner el ejemplo de la persona que padece un periodo de amnesia: realmente no pierde la conciencia, sino la memoria; la que pierde la capacidad de hablar, no pierde la conciencia, sino el lenguaje, y tantas otras funciones que están englobadas dentro del término más amplio de conciencia.

Podríamos definir la conciencia en términos científicos como una experiencia unificada que es medida de continuidad en el tiempo y que presenta una referencia constante a lo "propio". Algunos de los aspectos de la conciencia son objeto de estudio en las neurociencias: percepción, memoria, afectos, y algunos aspectos de los movimientos voluntarios. Otros aspectos, como el pensamiento, imaginar el futuro y experimentar la unidad del propio pasado, presente y futuro, son más difíciles de tratar desde este mismo punto de vista neurológico.

La única explicación posible del fenómeno de la conciencia es concluir que el hombre, además de conexiones cerebrales y de un cuerpo situado en el tiempo y en el espacio, posee una realidad demostrable filosóficamente que denominamos alma, dotada de inteligencia y un carácter personal, que no se deriva de las propias conexiones neurales, y de la materia que forma el cerebro y el cuerpo humano; por tanto, inmaterial. El alma humana es inmaterial porque es capaz de realizar aspectos completamente ajenos a la materia; como son: querer, pensar, sentir, y realizar la creación artística.

Todo este tema lo desarrolla de manera muy inteligente Antonio Damasio [1] en el libro "El error de Descartes". Descartes parte del hecho de que el pensamiento es previo a la existencia; sin embargo, para Damasio, el cerebro y el resto del cuerpo constituyen un "organismo indisociable, integrado mediante circuitos reguladores bioquímicos y neurales, que se relacionan con el ambiente como conjunto, y la actividad mental surge de esta actuación. Reintegrar la mente en el cuerpo no significa, sin embargo, negar la actividad espiritual elevada, sino ver alma y espíritu como estados complementarios y únicos de un organismo".

Así, la expresión "conciencia" en el hombre alude a un aspecto corporal, en cuanto que ahora estamos conscientes en un cuerpo y un cerebro dados, y a otro aspecto intelectual, en cuanto que las operaciones que desarrolla no son meramente físicas y corporales.

2. Voluntad y cerebro

La voluntad es una facultad intelectual. Es la tendencia por la cual nos inclinamos al bien conocido intelectualmente. La voluntad no actúa al margen de la inteligencia, sino coordinada con ella. El problema de qué es antes si la voluntad o la razón ha desencadenado rios de tinta en el mundo de la filosofía. Desde el punto de vista neurológico parece que el acto voluntario es previo al intelectual, necesitamos querer para conocer. Está claro que yo no conozco una realidad si no quiero, si "no me da la gana" conocerla.

El inteligente experimento que demuestra este aspecto lo realizan Liber y Cols en 1983. Los investigadores indican a un conjunto de individuos sentados delante de un reloj que se muevan cuando lo deseen. Se les advierte que tengan en cuenta cuando sienten la primera impresión de moverse, y en segundo lugar cuando notan el primer movimiento. Al mismo tiempo se está realizando una técnica neurofisiológica (por electroencefalografía) buscando un tipo de potenciales previos al movimiento. Pues bien, se comprueba que estos potenciales son anteriores a incluso el deseo de moverse, por lo tanto son inconscientes. Estos estudios han sido confirmados más recientemente por otros autores [2]. Los autores concluyen que "la iniciación de un acto voluntario puede desencadenarse inconscientemente incluso antes de que exista ninguna percepción subjetiva de que ese acto se vaya a realizar realmente" [3]. La deducción de estos investigadores es que la voluntad no existe porque, según ellos, todos los mecanismos cerebrales son en último término reflejos. En realidad, parten de un error de principio, consideran que lo único propiamente humano es el pensamiento.

La existencia de un ser estaría ligada con el pensamiento, si la acción de pensar se inicia inconscientemente, es que está ligada con mecanismos de tipo reflejo, y que el hombre no es, en definitiva, libre. Sin embargo, cabría afirmar lo contrario: querer moverse es anterior al acto de percibir que uno quiere moverse, en ese querer moverse está la libertad.

Las tendencias conductistas niegan la voluntad, todo el mundo volitivo sería consecuencia de leyes estímulo-respuesta, y en el mundo de la neurología actual existen corrientes que niegan la existencia de una voluntad libre e independiente de mecanismos neurológicos predeterminados [4]. Sin embargo, los que basándose en mecanismos neurológicos hacen un paso del plano de la ciencia al plano de la filosofía corren un alto riesgo de confundirse. La existencia de la voluntad no es una experiencia meramente neurológica, sino filosófica y real.

La parte inconsciente de la actuación humana es un tema que despierta gran interés en neurología, psiquiatría y en general en todas las ciencias de la conducta. Por un lado, tal y como se señaló en el experimento de Lieber descrito anteriormente, el cerebro inicia el movimiento antes de percibir que quiere hacerlo. Ese mecanismo apunta hacia la existencia de la voluntad como realidad independiente del conocimiento y por tanto inconsciente.

Por otro lado, es verdad que se conoce que el movimiento puede ser iniciado por estímulos no percibidos. Ésta es la base de los mensajes subliminales y la publicidad. Por sí mismo, un estímulo pequeño puede ser fácilmente reconocido, pero emascarado por un estímulo más grande no se percibe. Este fenómeno ha sido demostrado con un estímulo táctil y visual [5]. Su fisiología no se entiende por completo. Taylor y McCloskey [6,7] comprobaron que estímulos aparentemente no percibidos producían una respuesta, pues se comprobó que imágenes que aparentemente la mente no captaba, incluidas en una película, inducían al público a que comprase determinado producto. Ésta es la base de los mensajes subliminales: se capta más de lo que se percibe.

El movimiento voluntario puede ser externamente alterado sin que el sujeto que se mueve note la influencia externa. En este sentido se hallan los experimentos con estimulación magnética transcortical. La estimulación magnética consiste en un campo magnético que al ser aplicado sobre el cráneo lo atraviesa y desencadena una respuesta eléctrica en las neuronas e induce indirectamente un movimiento. Éste es el experimento realizado por Basil-Neto y cols. en 1992. Los investigadores indicaron a un grupo de voluntarios sanos que movieran al azar el dedo índice de una u otra de las manos tras oír la señal que activa el campo magnético. Se comprobó que los individuos movían habitualmente el dedo relacionado con el lugar en donde se había descargado el impulso magnético cortical.

Al realizar mi tesis doctoral con estimulación magnética transcraneal comprobé lo descrito previamente por otros autores: que si el individuo al que se le aplicaba el estímulo pretendía mover el miembro que se estimulaba, la cantidad de campo magnético era menor. Es decir si voluntariamente se pretende el movimiento, hay algo, que podríamos llamar intracerebral, que facilita la respuesta motora. De modo inverso, si se indica a un individuo que mueva un miembro mientras se aplica el estímulo magnético a uno de los lados de la corteza cerebral, el sujeto tenderá a mover el lado donde se descargó el estímulo, porque allí la respuesta es más fácil de ejecutar. Pero todos estos experimentos no implican que el movimiento sea una respuesta condicionada; lo que realmente se deduce es que aunque no conocemos el fundamento último de la función volicional, sí sabemos que existen mecanismos intracorticales que favorecen o disminuyen la posibilidad de una determinada respuesta. La respuesta voluntaria no es una respuesta determinada y fija, sino condicionada por una serie de factores.

Afirmar que toda la respuesta voluntaria humana se debe a dinamismos interiores intracerebrales es una aseveración muy arriesgada y carece de fundamentación neurológica. La voluntad existe, y eso es una experiencia común -yo sólo conozco si quiero conocer-, posiblemente conformada por múltiples mecanismos neurales que desconocemos, y que no tiene un fundamento totalmente biológico. Al igual que la inteligencia, o los mecanismos de conciencia, es difícil la localización intracerebral de la voluntad. Posiblemente, la base neurológica de la voluntad se halla en diferentes circuitos neuronales que se activan a la vez, originando la respuesta voluntaria. Cuanto mayor sea la dimensión de globalidad de la respuesta, es decir, cuanto menos automática sea ésta, puede afirmarse que es más voluntaria y más propiamente humana.

3. El concepto de plasticidad neural como base biológica de libertad en el cerebro humano

El cerebro humano no es un ordenador, formado por cables rígidos preestablecidos para el desarrollo de la especie. El cerebro es una estructura formada por células vivas, las neuronas, que tienen capacidad de adaptación y cambio. Las neuronas se "comunican" entre sí por medio de conexiones que se denominan sinapsis. Una neurona, con frecuencia recibe decenas de miles de contactos sinápticos. Las conexiones entre neuronas dan lugar a circuitos neuronales, y son estos circuitos los que dan lugar a la actuación del ser humano. Cambios en el número, tipo y función de las conexiones entre neuronas son los que dan lugar a procesos tan dispares como la memoria, el aprendizaje y la reparación de funciones tras una lesión. Estos cambios son lo que se denomina plasticidad neural.

Pongamos algunos ejemplos de lo que es la plasticidad neural. Todos conocemos la gran capacidad que tienen los ciegos de desarrollar otros sentidos con los que valerse para realizar su vida habitual. En ellos se ha comprobado que las áreas cerebrales correspondientes a la visión se hallan disminuidas; mientras que las que corresponden al tacto o al oído se hallan mucho más desarrolladas. Por diversos estudios neurológicos se conoce que en el cerebro humano está representada el área que controla el movimiento de la mano. Se ha constatado que los violinistas, virtuosos del movimiento manual, han desarrollado el área de la mano de cinco a diez veces más que sujetos no entrenados en la interpretación musical [8]."

Mediante técnicas de neuroimagen se ha comprobado en sujetos obsesivos una mayor actividad en la región prefrontal. Tras la realización de psicoterapia, sin ningún tratamiento farmacológico, y habiendo mejorado su situación mental, se pudo comprobar que estas áreas disminuyen en su actividad [9]. Es decir, las neuronas tienen capacidad de cambio, pueden ser "entrenadas" para que desarrollen conexiones en un sentido u otro. Si pensamos que una obsesión es una idea relacionada con circuitos mentales sostenidos, someter a una persona obsesiva a psicoterapia o a un tratamiento médico puede hacer que esos circuitos mentales sostenidos dejen de funcionar de forma reverberante, y que el sujeto sea capaz de cortar con la obsesión.

Los fenómenos de plasticidad neural permitirán educar nuestra forma de ser, de tal manera que mediante una formación adecuada podremos mejorar el funcionamiento global del cerebro y nuestra personalidad. Los cambios necesarios para modular la personalidad, para mejorar el carácter, para moderar un determinado temperamento, no pueden realizarse de modo instantáneo, se realizan únicamente a través de la educación y tras la repetición de actos en un determinado sentido que conllevan la formación de actitudes vitales o virtudes.

Es decir, el cerebro no es una caja oscura en la que entran determinados datos sensoriales y salen transformados en datos de conducta, sino que es un órgano activo con capacidad de cambio interno y dúctil a la voluntad del sujeto. Por tanto, la plasticidad neural en el ser humano es fundamental a la hora de las diferencias que condicionan y determinan el aprendizaje. Cabría preguntarse si esta capacidad es únicamente dependiente de la materialidad genética de cada ser humano. Para ello habría que estudiar seres humanos equivalentes desde el punto de vista genéticos. Es experiencia común que las capacidades que los gemelos desarrollan no son idénticas. La diferenciación va ligada al desarrollo de diversas funciones en el cerebro. Por ejemplo, un gemelo puede dominar un idioma y el otro no, o desarrollar una fobia y el otro no. Es decir, las redes neuronales desarrollan conexiones diversas según la decisión personal de cada sujeto. De ahí la enorme dignidad que radica en la persona humana, un ser que elige su destino, sin que esté determinado por condicionamientos genéticos o biológicos. Especie capaz de cambiar el propio sustrato neural de su pensamiento.




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[1] Antonio R. Damasio, El error de Descartes. Ed. Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1996.
[2] Haggard, P. y Eimer, M., "On the relation between brain potential and the awareness of voluntary movement", Exp Brain Research, 1999; 126: 128-133.
[3] Libet, B., Gleason, C. A., Wright, E. W. y Pearl, D. K., "Time of conscious intention to act in relation to onset of cerebral activity (readiness-potential). The unconscious initiation of a freely voluntary act", Brain, 1983; 103: 623-642.
[4] Hallet, M., Misiology of Free Will. American Academy of Neurology. San Diego, California, 1 al 5 de mayo de 2000
[5] Mackanik, S. L. y Livingstone, M. S., "Neuronal coi-relates of visibility and invisibility in the primate visual system", Nature Neuroscience, 1998; 1: 144-149.
[6] Taylor, J. L. y Me Closkey D. l., "Triggering of preprogrammed movements as reaction to masked stimuli", J. Neurophysiol, 1990; 63: 439-446
[7] Taylor, J. L. y Mc Closkey D. l., "Selection of motor response on the basis of unperceived stimuli", J. Neurophisyol., 1996; 110: 62-66.
[8] Pascual-Leone, A., Dang, N., Cohen, L. G., Brasil-Nieto, J. P., Cammarota, A. y Hallet, M., "Modullation of muscles responses evoked by transcranial magnetic stimulation during the adquisition of new finer motor skills", Joumal of Neurophysiology, 1995; 74: 1037-1045.
[9] Kennedy, S. H., Javanmard, M., Vaccarino, F. J., "A review of functional neuroimaging in mood disorders: positron emission tomography and depression", Can J. Psychiatry, junio de 1997, 42 (5): 467-475.

http://arvo.net/nuestros-temas-de-hoy/cerebro-y-persona/gmx-niv902-con17556.htm



domingo, 27 de septiembre de 2009

los riesgos de ls msnipulación de la vida humana.

Qué piensa la Iglesia Católica sobre la fecundación in vitro, la investigación con embriones, la clonación, la eugenesia o la eutanasia. Alberto Bochatey, director del Centro de Bioética de la UCA, habló con Radio Cero y diario El Día.




Por Gustavo Rivas y Marcelo Lorenzo

- ¿Cuál es el campo específico de la bioética? ¿Involucra, por ejemplo, la relación entre la técnica y la vida?

Alberto Bochatey:- En un sentido, sí. La bioética enfoca, básicamente, la licitud de la intervención del hombre sobre el hombre. La medicina durante milenios ha actuado sobre los órganos del ser humano. Pero la técnica nos permitió desde hace algunas décadas poder avanzar directamente sobre la estructura de la vida humana, la genética, la fertilización in vitro, la selección de embriones, el congelamiento de embriones, tener un hermanito para curar al hermano mayor que está enfermo. Hemos tocado, en suma, la estructura básica de la vida. Entonces en el mundo dijeron: bueno, sentémonos a pensar un poco las dimensiones éticas que tiene esto. Para poder iluminar realmente un avance de la ciencia y de la técnica acorde con la verdad, acorde con la dignidad del hombre.

- Existe la percepción de que la Iglesia Católica está enfrentada al establishment científico en este tema. Hay una tensión a raíz de visiones distintas. ¿Es así?

- En principio creo que la Iglesia parte de Cristo que dice: "la verdad os hará libres". Buscando la verdad, tiene un profundo sentido de libertad de poder actuar. No diría que está enfrentada al establishment científico. Sino que participa del avance de la ciencia desde una perspectiva antropológica cristiana. Ahí puede haber distancia. Porque hoy las perspectivas masivas no responden a una antropología profunda sobre la vida, sino que son más relativistas, contractualistas, constructivistas, hedonista, emotivistas. En fin, tenemos muchas corrientes de pensamiento contemporáneas, que globalmente las podríamos encuadrar dentro de lo que llamamos pensamiento blando o débil. Estas visiones no abordan la estructura del ser en su totalidad, sino que se quedan con una parte de la persona.

- En nuestra civilización lo científico-técnico goza de un gran prestigio. La pregunta es: ¿la técnica es neutral?

- Evidentemente la neutralidad en la ética no existe, en la técnica tampoco y en la ciencia menos. Lo que si podríamos hablar es de objetividad. Hay unas verdades objetivas y hay datos que son objetivos. Tal vez no absolutos, pero sí objetivos, en el plano científico. ¿Qué quiere decir esto?. ¿Dónde está la diferencia?. Que hoy por hoy es una trampa pretender decir que el científico que investiga en el laboratorio no responde a ningún proyecto ideológico, económico o político. Porque por otra parte alguien le paga el sueldo. Y el laboratorio va a investigar lo que le interese científicamente. Pero también lo que le puede interesar desde el punto de vista, por ejemplo, comercial. Ni hablemos cuando los gobiernos son muy estatistas y se meten en el mundo de la universidad, en el mundo de la ciencia. Y todo lo quieren controlar, desde cómo pensar a cómo vivir. Lo que sí es cierto es que la técnica le ha ganado a la ciencia. Hoy hablamos de la tecnociencia. Cuando históricamente el gran sabio, el señor de los señores en el mundo del pensamiento, era el científico. Pensemos en Bernardo Houssay. Hoy el médico, el investigador, va a depender del técnico. Esto se ve en la vida cotidiana: cuando uno va al médico, éste lo primero que te dice es: ‘bueno vaya y hágase tal y cual análisis; cuando tenga el resultado venga a verme y le digo lo que tiene’. Antes el médico te revisaba y te diagnosticaba él. Hoy necesita del dato técnico, del instrumento para poder avanzar en su ciencia. No está mal, al contrario, tenemos más precisión, mejores diagnósticos. O sea, esto no es negativo. Lo que es negativo es pretender que la técnica sea una cosa objetiva, mecánica, sin ningún peso de formación ética. Y ahí podemos caer en las garras de tecnócratas que son peores que los burócratas.

- ¿Acaso existe algo así como una mentalidad tecnocrática?

- Seguro que sí. Porque, justamente, al tener tanto poder, ser tan positiva y eficiente, la técnica genera una fascinación muy grande. Muchas veces el hombre prefiere renunciar o postrarse frente al avance tecnológico, en lugar de hacer la reflexión científica completa, dándole a la verdad científica un valor objetivo y trascendente. Hoy se habla de distintas teorías científicas. Se hace convivir a dos científicos que dicen cosas distintas, incluso opuestas, sobre el mismo objeto. Pero no: o es o no es. Si tengo un vaso de agua y se lo doy a dos bioquímicos para que me analicen el contenido del vaso, ¿qué tienen que concluir? Pues que ahí hay agua (H2O). Tal vez uno de ellos tenga mejor técnica, mejor máquina, mejor precisión a la hora de determinar por ejemplo la salinidad del agua. Pero no puede uno decirme que es agua y el otro que es gin o ginebra (porque son incoloros los dos).


Tras la huella de Menguele


- Esto de manipular la vida –algo en un sentido prodigioso- genera algunos interrogantes. Por ejemplo: al crear seres nuevos ¿no querrá el hombre parecerse a Dios? Y entonces a uno le viene a la imaginación Frankenstein, el relato del monstruo creado artificialmente, la obra literaria de Mary Shelley, de 1816...

- En el imaginario uno lo tiene presente a Frankenstein. Pero en lo concreto a Menguele. Lo terrible de una ciencia sin ética lo podríamos representar en el horror nazi del Holocausto. Y la investigación que se hacía con los presos. Menguele, como se sabe, perteneció a la jerarquía nazi. Y dirigió toda la parte de experimentación con los presos, en especial judíos. Aprovechando la existencia de los campos de concentración, con una crueldad sin límites. Por ejemplo, experimentó hasta cuándo podía vivir una persona sin comer. Una cosa horrorosa. Por eso, tras el proceso de Nüremberg, en 1948, se hace la declaración universal de los Derechos Humanos. Porque el horror nazi devino de haber avanzado en una ciencia y en una técnica sin ética. Esto provocó una reacción unánime en Occidente, desde donde se dijo: ‘señores, basta; a esto hay que detenerlo urgentemente’. Al punto que la misma ciencia médica nunca aceptó y tomó como válido ninguno de los experimentos que hicieron los nazis. Es decir, los tiraron a la basura. No porque sus resultados no pudieran ser interesantes. Sino por el medio aberrante con el que se hicieron esos experimentos.

- Aceptar los resultados de los experimentos nazis hubiese sido convalidar sus métodos…

- Exactamente. Aquí estamos en un terreno en el cual se desafía a Dios como creador de la vida, más allá de tal o cual religión. Si Dios es Dios, es de necio desafiarlo. Dios nos ha dado la capacidad, la inteligencia, la sabiduría, la razón para pode avanzar en la ciencia y mejorar la naturaleza. Somos co-creadores de la voluntad de Dios. Dios ha creado el universo y nos lo ha confiado para que lo dominemos. Lo que no significa destruirlo y mucho menos abusar de él. Dominar viene de ‘domini’, de Señor. Es decir, ser señores de la creación. Y un buen señor cuida sus bienes y los hace producir para mejor. Entonces, avanzar en la ciencia de la medicina, conocer mejor nuestra genética, poder prevenir y predecir enfermedades, eso es maravilloso. No nos podemos poner en contra de ese progreso. Pero tenemos que poner un marco antropológico adecuado, desde el cual emane una ética. A mí no me gusta decir que aquí la ética es un límite. Sino que la ética es como la autopista de la ciencia. Si yo aconsejara a alguien: este médico es excelente, pero tené cuidado que no tiene nada de ética, y aquel otro por ahí sabe menos pero es un tipo de bien, te va a cuidar, se va a interesar por vos. Es muy probable que, frente a esta dos opciones, uno elija la última. Y aquí estamos un poco en lo mismo. Pero atención: la ética nunca es un límite para la ciencia. Reitero, es como la autopista, donde hay que pagar peaje, hay que entrar por ciertos lugares, salir por ciertos lugares. Pero al mismo tiempo uno sabe que nadie viene de frente, que no hay curvas cerradas, que no hay peligros. Con la autopista se llega más rápido al objetivo.

- Parece que estamos más dispuestos a aceptar, a raíz de la crisis ecológica, que la manipulación de la naturaleza tiene un límite, pero este pensamiento no es correlativo cuando se habla de la intervención sobre la vida humana…

- Soy muy enemigo de la palabra límite. Creo que cuando nos zambullimos en la verdad, la verdad de Dios, la verdad eterna, estamos hablando de una dimensión sin límites. Ahora bien, sería necio de nuestra parte no reconocer que somos seres limitados, que necesitamos dormir, trabajar, comer y que algún día nos vamos a morir. No aceptar eso es vivir en un mundo de fantasía, en la irrealidad. Paralelamente, es importante reconocer que hay ciertas normas, que hay un protocolo, un proceso de investigación, que no se puede escindir de la verdad de persona humana (que va desde la concepción hasta la muerte natural). Eso nos da una gran sabiduría y va a salvar nuestra época. Porque podemos hacer horrores, atacar la naturaleza destruirla, dejar a nuestros hijos un mundo contaminado. O podemos avanzar y dejar un mundo sanamente organizado, desde el punto de vista científico y ético.


La clave antropológica


- Dentro de la bioética, ¿cuál es hoy el punto cardinal o más acuciante?

- Encontrarnos verdaderamente los eticistas con los científicos y los técnicos, en torno al tópico de quién es el hombre. No tenerle miedo a poner una base antropológica que sea universal, que por lo menos sea de encuentro, de acuerdo. Crear una cultura del encuentro, no de la disociación. Que cualquier ciencia pueda construirse a partir de un concepto universal de persona humana. Una verdadera antropología (…) En la Argentina tenemos el desafío del mundo hospitalario. En el país conviven la supertecnología para hacer intervenciones médicas, y profesionales de primer nivel, con hospitales donde no hay leche, colchones, mesas de luz, etc. Y ahora nos anoticiamos de este escándalo de los medicamentos truchos, en el que se mezclan los negocios y el poder. Creo que esto es muy grave (…) Tenemos que volver la mirada a los grandes hombres de ciencia del país. Un Leloir, un Houssay, un Milstein. Tenemos ejemplos muy positivos de hombres que amaron la vida y vivieron hasta el último minuto en la búsqueda de la ciencia. Sin dudas que el testimonio es más fuerte que las palabras. Y Argentina tiene, en el mundo de la ética, de la política, de la ciencia, grandes hombres.

- La última encíclica papal menciona el tema de la clonación…

- Los intentos de clonación humana han fracasado estrepitosamente y prácticamente hoy nadie los hace seriamente.

- ¿En qué consiste, básicamente?

- La clonación consiste en quitar el núcleo de una célula, transferirlo a otra célula, a la que a su vez se le quitó el núcleo originario que tenía y desarrollaron ese citoplasma de esa célula donde va a reproducir. Se replica la primera célula. Esto se ha logrado. Ahora bien, ¿se acuerdan de la oveja Dolly?. Fue el primer mamífero clonado. La noticia dio la vuelta al mundo. ¿Qué pasó con la oveja? ¿Dónde está?. Tuvieron que matarla. La oveja Dolly no se murió, la mataron. Le aplicaron la eutanasia por la cantidad de deformaciones, por su degeneración precoz, artrosis, una serie de enfermedades que desarrolló. Se olvidaron que la célula que yo tomo, si bien va a dar vida a un nuevo ser, esa célula ya tiene su edad, empieza más vieja. No es una célula que comenzó de cero, sino que ya había madurado y había tenido su tiempo de vida. En lo humano no se ha logrado nada parecido. Además está prohibido por el mundo. En los países más liberales, en la Unión Europea y demás, hay un acuerdo de prohibir la clonación humana reproductiva. Es decir se prohíbe que nazca un ser humano mediante este procedimiento.


El deshumanizante uso de los embriones humanos

- ¿Qué pasa con la manipulación de embriones humanos?

- Esto sí se está haciendo. Y abundantemente. Están en boga las técnicas de fertilización in vitro, que entre paréntesis algunos grupos de interés (clínicas) están tratando de que se impulsen hoy en el Congreso. El Estado pasaría a pagar estas técnicas que son tan caras como poco exitosas. La iniciativa toca una cuerda sensible: las parejas que no pueden tener hijos (…) Por otro lado está la ley de aborto, que quieren ponerla a todo trance (…) En algunos laboratorios se producen embriones humanos. Así muchos seres, en estado embrionario, son congelados. Para utilizarlos después en futuras transferencias al cuerpo de una mujer, para tratar de que nazcan. ¿Pero qué pasa? Que a veces no se transfieren, que hay sobreabundancia de esos embriones. Y entonces se tiran. O lo que es peor: se seleccionan. Los que son sanitos, los que se están desarrollando, sobreviven. Los que son feitos o enfermitos, van al tacho de basura. Volvemos a Menguele. Aquí entra a tallar el dato científico de cuando empieza la vida. No se puede condicionar la objetividad de un dato científico, tan específico como es la embriología, a ideologías políticas o a intereses comerciales. Eso es un atraso en la sociedad. Eso no es de progre. Eso es de pobre, que es distinto (…) Después está la práctica de crear un hermanito remedio. Es decir, tener un hijo para que sea compatible con mi hijo ya nacido enfermo y poder tener una especie de almacén de órganos, de tejidos, de repuestos para curar. El fin no justifica los medios. Uno puede entender perfectamente a los papás desesperados con un hijo enfermo. Pero no se puede utilizar una vida porque un hermano necesita órganos. Hay una política que trata el tema. Narra la historia de una familia con una hija enferma. Después tienen un hijo sano y eligen tener otro hijo -en este caso una hija mujer- para que sea fuente de órganos para su hermana. Y esta chica un buen día dice: ‘basta, desde que nací me están sacando sangre, riñones, tejidos para mi hermana. ¡Hasta cuando tengo que ser depósito o estar a disposición de la vida o salud de mi hermana y no puedo decidir yo sobre mi cuerpo, sobre mi vida!’. Esto es muy grave: porque para poder tener ese hijo remedio hay que destruir muchos otros hijos. O sea, tener muchos embriones. Los que no son compatibles se destruyen, los otros siguen. O sea que esos padres generan muchas vidas, tiran, destruyen, matan muchas de ellas y se quedan con las que han elegido.

- Escuchándolo, queda claro que por un lado la técnica ha prolongado la vida, pero por otro la destruye. ¿Hasta donde puede llegar la intervención sin producir daños?

- Se puede llegar hasta la persona. Puedo avanzar en todos los experimentos que quiera, en todas las tecnologías nuevas que quiera y para eso tenemos la razón, los medios. Estamos obligados a ir avanzando en este terreno. Pero sin violar la dignidad humana, que es un ser trascendente, intocable.

- Eso sería salirse de la autopista…

- Exactamente (…) El hombre, no importa si es mujer o varón, puede tener muchas ideas. Pero la cosa es sensible y universal cuando se toca la dimensión del amor, esa gran palabra ausente en la ciencia y en la técnica. Hablamos de ética, pero la ética es una ciencia que tiene por finalidad ayudar la vida del hombre. Y lo único que realmente nos salva es el amor del uno al otro (…) En Occidente, a partir sobre todo de los ‘70, se instaló en la sociedad el sexo sin amor. Algo que había estado en el ámbito de la prostitución. ¿Qué pasó en la década del ‘80?. Nació Louise Brown, la primera bebé de probeta (in vitro). Allí se produce otra fractura de la sexualidad. Puedo tener un hijo sin acto sexual. Es decir, ya no se saca el amor sino el acto sexual en sí mismo. Esto era algo impensado. Poder crear vida sin acto sexual es una verdadera revolución copernicana. En los ‘90 hubo otra avance: los intentos de clonación. Es decir, poder hacer vida ya no sin amor, ya no sin acto sexual sino con células (…) Cuando una sociedad no tiene como un valor fundamental la vida del otro, cae toda posibilidad de confianza, de construcción social.


- Resulta una idea inquietante que venga una generación de hijos de la ciencia. Serían los nuevos huérfanos…

- Totalmente. Además de nuevos huérfanos, serían organismos modificados genéticamente (…) No somos solo una biología, somos fundamentalmente una biografía. Mi médico conoce mi biología pero no conoce mi biografía. Y perder ante el avance tecno-científico la biografía humana, la historia humana, la familia humana sería un fracaso de la ciencia y de la técnica.


Ficha personal
El presbítero Alberto Bochatey dio una conferencia el miércoles pasado en el Instituto Sedes Sapientiae, a propósito de la encíclica “El amor en la verdad”, del Papa Benedicto XVI.

Bochatey es Director del Centro de Bioética de la Universidad Católica Argentina (UCA), miembro de la Academia de Ética en Medicina (Argentina), Licenciado en Teología Moral por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma (Italia), y Master en Bioética por esa universidad romana, entre otros títulos.

Es fundador y miembro de numerosas asociaciones de Bioética en el país y en el exterior. Es autor y coautor de numerosos artículos y libros sobre la temática.


http://www.eldiadegualeguaychu.com.ar/index.php/claves-suplementos-14/48114-la-manipulacion-tecnica-de-la-vida-humana-bajo-la-mirada-de-un-especialista

Alvaro Moreno investiga desde la facultad de Filosofía de la UPV sobre el origen de la vida y de la cognición

Álvaro Moreno pertenece al grupo de Filosofía de la Biología-IAS Research Group de la UPV/EHU. El grupo, formado por filósofos y científicos, se centra en el estudio de sistemas autónomos, el concepto de información biológica y la vida artificial, desde la perspectiva de la biología teórica y la filosofía.

Los principales temas de investigación del grupo son los sistemas complejos y la autoorganización, la bioética, la vida artificial, el origen y las bases biológicas de la cognición, el desarrollo y la evolución, y el estudio de la metodología de las ciencias biológicas y cognitivas.

"Tratamos de ver desde el papel que tiene la autonomía en la bioética o en el origen de la vida, hasta cómo construir sistemas cognitivos realmente autónomos", explicó Moreno.


http://www.adn.es/local/bilbao/20090826/NWS-1497-UPV-Filosofia-Alvaro-Moreno-cognicion.html

sábado, 26 de septiembre de 2009

El alma

Con las grandes palabras, especialmente si tienen mucho uso, hay que tener cuidado. Porque a medida que pasan de boca a boca y de mente a mente, se confunden, pierden sus conexiones con la realidad y flotan en el mundo de las ideas como globos a la deriva. Sugieren demasiadas cosas a la vez. Para trabajar con las grandes palabras, hay que anclarlas en la realidad: acudir a los lugares originales de donde procede su sentido.

Por Juan Luis Lorda
Arvo.net

La palabra alma es una palabra enorme, un globo gigantesco. Muy venerable, porque está relacionada con lo más sublime. Pero también pintoresca, cuando la mentalidad popular se la representa como un duende dentro del hombre. Una cultura tan científica como la nuestra no está para duendes. “Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem” (Ockham: “no hay por qué admitir más cosas que las necesarias”). Chesterton o Tolkien protestarían al unísono, y defenderían también la necesidad de los duendes, precisamente para contrarrestar una visión exclusivamente científica del mundo. Pero yo me voy a limitar a defender la existencia del alma.

Si comenzamos preguntando por lo que evoca la palabra, flotaremos. Tenemos que tomar tierra y relacionar la palabra con la realidad. En su origen, la palabra “alma” está relacionada con tres experiencias humanas muy importantes. La primera es el misterio de la vida y la diferencia entre la vida y la muerte. La segunda es la pregunta por el más allá, y en concreto por la supervivencia personal. La tercera se refiere a lo característico del espíritu humano, a la vida de la inteligencia y al ejercicio de la libertad y de la creatividad. No se trata de duendes.

La vida tiene una maravillosa riqueza de propiedades. Hay muchos cuentos donde los protagonistas se suben a una roca y resulta ser un elefante o creen llegar a una isla y se encuentran sobre el caparazón de una tortuga. Desde luego, en los cuentos y en la realidad, hay mucha diferencia entre subirse a un montón de tierra o a un elefante. El elefante o la tortuga pueden hacer cosas que no cabe esperar de la montaña o la isla.

El niño que está entusiasmado con su perrito se llevará un disgusto terrible si se le muere: se acabaron los juegos, se acabó el correr, se acabó esa mirada y los saltos de alegría cuando vuelve a casa. Al tocar el cuerpo frío del animal, notará la diferencia. Se asomará a la tragedia de la muerte, a esa amenaza tan tremenda para lo vivo. El cuerpo inmóvil que tiene delante, parece el mismo, pero ya no es el mismo. Ha dejado de estar animado: ha perdido la vida. En este primer sentido, alma es lo mismo que animación. Todo lo vivo está “animado”. Es lo que se ve a simple vista.

Como vivimos en una sociedad ilustrada por los conocimientos científicos, ya no podemos quedarnos con lo que se ve a simple vista. Sabemos mucho más sobre la realidad. Esto es una ventaja, pero también un inconveniente. Desde luego, saber más, es siempre una ventaja. El inconveniente consiste en que el conocimiento de los detalles puede impedirnos la visión de conjunto. Los árboles pueden ocultarnos el bosque: el bosque sólo se ve a simple vista, sin análisis.


LA MATERIA

La mentalidad científica moderna es, en mucha parte, “constructivista”, perdón por la palabra. Es decir, entiende que explicar una cosa es lo mismo que decir cómo está hecha, cuáles son sus componentes y como se combinan. Desde luego una gran parte de la ciencia moderna, la química, la física atómica y la biología, han progresado a base de analizar los compuestos y encontrar los elementos y su estructura. Esto lleva a que muchas personas con mentalidad científica al ver la realidad, piensen siempre en su composición. Ven un mineral y recuerdan de qué está compuesto. Ven un árbol y recuerdan sus estructuras. Y lo mismo al ver un perro o una persona. Hoy sabemos que, con diferentes grados de complejidad, todo está compuesto de los mismos elementos de la tabla periódica que puso en orden, hace más de cien años, Mendeleiev (+ 1907).

Cuando una persona con mentalidad científica ve que muere un animal o una persona, piensa en las alteraciones orgánicas que se han producido y que hacen imposible la vida. Tiene razón: para explicar la muerte basta fijarse en la alteración de los componentes orgánicos. El problema es que, cuando ven un ser vivo o a una persona piensan que está vivo sólo porque está construido con estos componentes. Y lo ven como si fuera una enorme estructura bioquímica que funciona ordenadamente. Muchos dirán que, “en el fondo”, es una aglomeración de materiales que funciona gracias a las propiedades físicas y químicas de sus elementos. Y aquí no tienen razón. O, por decirlo mejor, tienen sólo una parte pequeña de razón. Porque esta explicación es muy reductiva: oculta el misterio de la vida. Es como si dijéramos que El Quijote es un conjunto ordenado de letras o una casa un conjunto ordenado de materiales de construcción. Es verdad, pero ocultamos mucha más verdad de la que decimos.

Ningún materialista aceptaría de buen humor que le cambiaran a su hijo por un cubo de agua y un saquito de polvo. Y, sin embargo, es verdad que, desde el punto de vista de los materiales, el hijo es, “en el fondo”, como toda la materia viva, 80 por ciento de agua y unos pocos kilos de calcio, carbono y otros elementos químicos. Si fuera consecuente con lo que piensa, tendría que aceptar el cambio sin pestañear. Pero algo nos dice que no aceptaría. Y hace bien. Quizá defienda en teoría que es lo mismo, pero no se atreverá a vivir como si fuera lo mismo. Sólo unos pocos canallas en la historia han sido capaces de ser consecuentes hasta el final. Los demás se han sentido paralizados por sus sentimientos humanitarios, por su intuición espontánea sobre las cosas. Es que algo no cuadra. Quizá los árboles nos ocultan el bosque.


LA FORMA

¿Por qué la materia organizada y en funcionamiento es más que la materia suelta? Plantearse la pregunta así, honradamente, ya es un gran paso, casi una voltereta, porque nos puede llevar a ver las cosas al revés. Pero es la única manera de defender que el hijo “es más” que el cubo de agua y el saquito de polvo.

Bien mirado, es asombroso que la naturaleza resulte ser como un inmenso juego de construcción, con tanta complejidad y con tantísimas propiedades. Esto lo entienden mejor los aficionados a las arquitecturas y los mecanos. Hay muchos juegos de construcción muy buenos. Y se pueden hacer muchas cosas con piezas simples. Aunque, desde luego, no tantas cosas como las que hace la naturaleza. No se vende ningún juego con unas piezas tan polivalentes, capaces de formar tan sorprendentes estructuras.

No existe un juego que permita construir un perro ni nada parecido. Hay mecanos que permiten construir coches. Te dan las piezas y los planos para ponerlas en su sitio. Si tienes imaginación, puedes construir también cosas que no están previstas en los juegos de construcción: palacios estupendos o mecanismos curiosos. Caben variantes sin límite, infinitas. Sólo estás limitado por las posibilidades de las piezas. Pero ningún juego de arquitectura permite construir, por ejemplo, un motor de explosión. Las piezas no tienen las propiedades mecánicas y térmicas necesarias.

Si tuviéramos piezas de metales muy resistentes y con la forma adecuada, podríamos acoplarlas y hacer un motor de explosión. Pero sólo si tienen la forma adecuada. No sirve cualquier pieza. Para hacer un motor de explosión, primero necesitamos la idea del motor de explosión y luego, con poca libertad, podemos hacer las piezas. Lo curioso es que aquí vamos en sentido contrario que el análisis científico normal. No explicamos el motor por las piezas que lo componen, sino al revés: las características de las piezas se explican porque las necesitamos para el motor. Lo que manda es la idea del motor.

Sería ridículo explicar el motor de explosión diciendo que es una acumulación de piezas. Antes que nada, el motor es una idea. Podemos hacer las piezas con distintas formas y materiales, pero tenemos que respetar la idea. Se da la curiosa circunstancia de que las propiedades del motor de explosión son propiedades de la idea del motor, no de las piezas. Las piezas sueltas no tienen esas propiedades: si alguien las viera sueltas, no podría deducir las propiedades del motor. Sólo cuando están unidas según la idea del motor, tienen las propiedades del motor. El motor tiene más propiedades que las piezas.

Las personas con mentalidad exclusivamente científica están acostumbradas a explicar la vida por sus elementos. Y dicen que todo es, en el fondo, una combinación de piezas elementales con propiedades elementales. Todo lo de arriba se explica por lo de abajo; y, en el fondo, se reduce a lo de abajo. Lo verdaderamente real es lo de abajo. . Esto lo dicen científicos serios (S. W. Hawking, S. Weinberg, F. Crick) y también otros (C. Sagan, E. O. Wilson, R. Dawkins) que se dedican a la divulgación de la ciencia y a la extrapolación (a veces incontrolada) de los conocimientos. Pero es un reduccionismo, tan grande como explicar una casa sólo por sus ladrillos o El Quijote por sus letras.

Es más: pudiera ser muy bien que el mundo se explicara al revés, como el motor. Que las características de las piezas elementales se expliquen por las ideas superiores. Puede ser que haya que comprender los elementos de la materia como las piezas de algo superior, que tiene muchas más propiedades que las piezas. Si no, no se puede justificar la extraordinaria capacidad y polivalencia de este juego de construcción.

Es interesante notar que las ideas, las formas tienen propiedades (el motor de explosión). Aprovechan las propiedades de sus componentes, pero se comportan como un conjunto que tiene más propiedades que sus componentes. En la misteriosa diferencia entre lo vivo y lo muerto, sucede esto, con un nivel de complejidad fabuloso. Lo vivo, con todo el organismo en su sitio, tiene muchas más propiedades y muy superiores a lo no vivo. A esto, se le llama, a veces, emergentismo (M. Bunge): aunque la palabra sugiere una dirección de abajo arriba.

Quizá haya que dar la vuelta. Quizá sea más sensato pensar que los elementos de la materia son, en realidad, las piezas de lo vivo. Si la idea de lo vivo no estuviera de alguna forma prevista en el juego de construcción, ¿cómo se va a producir ese enorme salto hacia arriba? En los juegos de construcción, nunca se producen estos saltos de calidad. Y menos por casualidad. Si metiéramos millones de piezas de arquitectura, en una hormigonera y dieran vueltas durante miles años, se produciría de vez en cuando un trozo de pared, pero nunca un castillo y mucho menos un caballo. Por más vueltas que demos. Y si metiéramos canicas, nunca se produciría nada. No hay problema en admitir que la forma de un montón de tierra se ha producido por casualidad. Pero parece absurdo decir que la forma de los seres vivos se ha producido por casualidad. Las formas superiores tienen que estar previstas de alguna manera en el juego; tienen que ser posibles. ¿No habrá que pensar el mundo desde arriba en lugar de pensarlo desde abajo?


EL ESPÍRITU

Los seres vivos son seres animados. Y con esto se expresa toda su capacidad de obrar, de moverse, de conservarse en unas condiciones, de protegerse del medio, de alimentarse y de reproducirse. Hay un salto enorme entre las propiedades de lo vivo y lo que no está vivo. No sólo de orden de complejidad, de cantidad de materiales puestos en su sitio. Es que, además, hay “ideas nuevas”, formas superiores, con propiedades nuevas. A medida que subimos por la escala de la vida, nos encontramos con una conducta cada vez más compleja e interesante. Una conducta que no se explica por las piezas, que siempre son las mismas, sino por las formas que integran las piezas.

Y llega un momento en que nos encontramos con otro salto. El nuestro. Cuando escalamos la vida orgánica, en el nivel más alto nos encontramos con la conciencia. Y entramos en un terreno increíble. Estamos acostumbrados. Ese es el problema. Vivimos ahí y todo lo contemplamos desde ahí. Nuestra conciencia tiene propiedades completamente sorprendentes, pero no nos llaman la atención, porque estamos acostumbrados a ellas.

En la conciencia, se dan tres propiedades concatenadas: la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual o creatividad. Nuestro yo tiene las tres propiedades a la vez. La inteligencia es la capacidad de conocer y pensar con ideas abstractas. La libertad (voluntad) es la capacidad de diseñar la conducta concreta al pensarla en abstracto. La causalidad espiritual o creatividad es un efecto de todo esto. Por el dominio que tenemos sobre nuestra inteligencia y nuestro cuerpo, podemos intervenir en el mundo físico. Nos movemos en él, cambiamos las cosas de sitio, manejamos herramientas y construimos. Con esas propiedades, el ser humano ha transformado la superficie del planeta. Todo lo que vemos alrededor, todo lo que es la cultura humana, ha nacido de ideas manejadas por nuestra conciencia y ejecutadas moviendo nuestras manos (y herramientas) con un plan diseñado libremente.

Nos parece normal. Pero, si lo pensamos científicamente, es extraordinario. Nuestra capacidad de formar, transmitir y manejar ideas es un misterio. También lo es nuestra capacidad de concretar previendo y diseñando nuestra conducta (libertad). Y también lo es nuestra capacidad operativa: es decir, que la conciencia mueva la materia, empezando por nuestro propio cuerpo y nuestras manos. Si hemos estudiado física, sabremos que, después de un esfuerzo de investigación gigantesco, hemos llegado a la conclusión de que todo lo que sucede en el universo se debe a la acción de cuatro fuerzas elementales. Pues bien, además de las cuatro fuerzas, está nuestra conciencia que es capaz de mover un cuerpo, el nuestro, y, a través de él, con herramientas, todo lo demás.

EL SUJETO

Hoy somos más conscientes de lo misterioso que es todo esto cuando queremos hacer ordenadores que imiten la conducta humana. Nos tropezamos con que los ordenadores no pueden formar ideas ni entienden las palabras (inteligencia), y no son capaces de decidir una conducta concreta a partir de ideas abstractas (libertad). En cambio, son capaces de mover cosas. Un programa de ordenador, que es algo así como un poco de inteligencia condensada (ideas, formas), es capaz de obrar, siguiendo un proceso. Por supuesto que obra de una manera muy rudimentaria y sin creatividad. Tampoco tienen las delicadas relaciones con el cuerpo que nosotros tenemos: no tienen emociones. Y desde luego no tienen sentido estético; no tienen sentido del humor; no tienen sentido de la justicia; y no pueden amar al prójimo como a uno mismo. Esto son sólo propiedades de nuestra conciencia.

Un ordenador es sólo un procesador de programas. Los ordenadores siguen procesos, pero no “entienden” las ideas ni las palabras, sólo las usan. No hay un “yo” que entienda. No hay un yo que forme ideas, que obtenga analogías, que pase de lo concreto a lo abstracto ni de lo abstracto a lo concreto. No hay un yo que entienda y piense en abstracto, que obtenga analogías y las cambie de plano. No pueden aprender en abstracto y usar lo que ha aprendido en otro contexto, de manera analógica. Y, como no manejan ideas en abstracto, tampoco pueden concretar pensando (libertad): no pueden decidir, no pueden ser creativos, no pueden enfrentarse a problemas nuevos. Son un conjunto de piezas montadas, con una idea de construcción y algunas ideas prestadas de funcionamiento. Son capaces de ejecutar procesos pensados por otros. Pero no hay un sujeto, no hay un protagonista, no hay un yo que sepa lo que está haciendo.

En cambio, cada uno de nosotros somos un sujeto. Nuestras operaciones espirituales, la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual tienen un sujeto y nos convierten en sujetos. Obramos como un sujeto. Es un modo peculiar y distinto de estar en el mundo. Seres que piensan, que entienden, que extraen experiencia y conocimiento, y que pueden obrar abriendo caminos. Por eso, cada hombre es una singularidad en el mundo, que no está explicado por su entorno y que no se puede reducir a sus piezas. Es un centro de operaciones en el universo, creativo y autónomo, con un universo mental dentro de la cabeza. Un universo mental capaz de transformar el mundo físico con ideas y acciones.

La filosofía griega, desde Platón, ya se dio cuenta de este argumento: el sujeto humano hace operaciones inmateriales y, por tanto, no es material. El proceso de formación y uso de las nociones abstractas (ideas) no es material; el uso de la libertad, que permite trazar un camino concreto pensando en abstracto no es material y contradice el determinismo de la materia; la causalidad de la conciencia, que opera libremente sobre el cuerpo, no es material. El comportamiento inmaterial, nos señala que el sujeto es inmaterial. En los demás seres vivos, no hay sujeto, no hay espíritu, sólo hay una forma con propiedades espectaculares, una forma que se desvanece cuando se corrompe el cuerpo (aunque la idea permanece, porque se puede repetir). Pero el ser humano no es sólo una idea, una estructura repetible, sino un sujeto inmaterial y autónomo. Y como es inmaterial, no se puede corromper, tiene que ser inmortal. Este es el argumento clásico de la espiritualidad humana que han usado todos los espiritualistas, desde Platón hasta Bergson, pasando por Santo Tomás de Aquino o Descartes.

Combinando elementos de las filosofías de Platón y Aristóteles, Santo Tomás dedujo que el alma es, a la vez, el sujeto espiritual (Platón) y la forma del cuerpo (Aristóteles). Es una fórmula feliz, aunque, para entenderla bien, hay que hacerse una idea de lo que significa el sujeto espiritual en Platón y de lo que significa la forma en Aristóteles. Otros pensadores modernos han recurrido a algunas analogías más o menos felices, para señalar la diferencia entre alma y cerebro. Eccles y Popper, decían que es como el piano y el pianista. Pero es sólo un ejemplo. El piano puede ser una prolongación del cuerpo, pero no es el cuerpo. Todas las analogías son defectuosas porque el caso de la relación del alma y el cuerpo es único. Tenemos una forma con un nivel de unidad y de estructura tal, que tiene la propiedad de ser un sujeto; es una idea como el “motor de explosión”, pero con tal categoría que es una persona.

La tradición filosófica entronca la idea del sujeto humano espiritual -la persona- con una aspiración permanente y espontánea de la humanidad, la supervivencia tras la muerte: es la tercera raíz de lo que entendemos por alma. La idea de un más allá, donde las personas perviven es una aspiración que nos encontramos por todas partes y se expresa en todas las culturas, aunque de distinta manera. Muchas culturas y muchas religiones afirman que el sujeto humano permanece tras la muerte de algún modo. Y a lo que permanece, al sujeto, le llaman “alma”.

Es muy difícil pensarse como no existiendo. Esto lo sabía muy bien Unamuno, que no dejaba de pensar en ello. Es muy difícil pensar que las personas que uno ha querido son nada cuando mueren. Que esos sujetos libres y únicos, que hemos querido tanto desaparecen sin más. ¿Cómo he podido querer tanto a un poco de agua y polvo? ¿Por qué no me da lo mismo que otro poco de agua y polvo? El más allá es una cuestión oscura, porque no sabemos cómo pueda ser, pero el deseo de pervivir y el amor a las personas más allá de la muerte son tendencias claras.


LA PERSONA DESDE LA FE CRISTIANA

El mensaje cristiano no es filosofía. Pero entronca directamente con las aspiraciones personales de supervivencia y con las convicciones del amor. También con las otras raíces que han dado sentido a la palabra alma.

Para la fe cristiana, Dios, que es un ser espiritual, ha creado el mundo. Y lo ha organizado de arriba abajo, con todas sus propiedades que se despliegan en la historia del cosmos. Por eso, porque procede de una inteligencia creadora, el mundo está tan lleno de inteligencia y de altas propiedades. Por eso, el juego de construcción es tan maravilloso y capaz de tantas cosas.

Además, el mundo visible y material está ordenado al hombre, que es su cumbre, y, probablemente, la clave de todas sus propiedades. En el ámbito de la filosofía de las ciencias, se llama “principio antrópico”, a esta idea: a pensar que el mundo se explica porque está ordenado al hombre: las curiosas características de la materia, la sorprendente historia de la evolución, la existencia misma de la tierra (que es un sistema bien curioso). Pero la Biblia lo da por supuesto desde sus primeras páginas: el hombre es la cima del mundo visible, y todo está ordenado a él.

Pero es una cima que supera lo que tiene debajo, porque el hombre ha sido hecho “a imagen de Dios”. Esta expresión aparece en el primer relato de la creación, en las primeras páginas de la Biblia, y es muy importante en la tradición judía y cristiana. Indica que el hombre se parece a Dios y refleja su imagen sobre el mundo. A semejanza de Dios, el hombre es un sujeto, un ser inteligente, capaz de obrar creativamente.

El ser humano tiene algo de divino. El segundo relato de la creación, lo expresa con una imagen: Dios introduce su aliento y espíritu en el hombre. El hombre no sólo viene de abajo. Viene también de arriba, del espíritu de Dios. Aunque tenga materia, no se explica por la combinación aleatoria de las fuerzas de la materia. Tiene algo que viene de Dios y refleja lo que es Dios.

Pero además, Dios lo ha creado con un fin eterno. El ser humano ha sido creado para conocer y amar a Dios por toda la eternidad. Ha sido preparado para ese destino. Dios ha hecho al hombre capaz de conocer y amar, y de durar eternamente. Este es el argumento religioso para fundamentar y entender que el hombre es un sujeto espiritual (destinado a conocer y amar) y que es inmortal (destinado a durar para siempre).

A la religión no le asusta pensar en un sujeto espiritual, no le asusta pensar en una existencia que no es material, porque cree que Dios es un ser espiritual. La idea de persona, que es una idea cristiana, expresa la dignidad de un sujeto espiritual. La calidad de un ser que no se explica por las analogías y las propiedades de la materia. Ni su ser ni su obrar se pueden expresar con el vocabulario que se utiliza para la materia.

Al mismo tiempo, el hombre es un ser corporal. Esto no es un añadido. Es su modo de ser, pertenece a su forma, a su idea, tal como Dios la ha querido. Sabemos por experiencia que, para que el espíritu pueda expresarse en el cuerpo, el cuerpo tiene que estar en condiciones. Es preciso que la base orgánica se haya desarrollado. Si el cerebro no se ha constituido bien, la conciencia no puede expresarse, no puede abrirse al mundo. Porque el funcionamiento normal del hombre es una conciencia con un cuerpo; y el cuerpo sitúa a la persona en el mundo, y sirve de expresión e instrumento a la conciencia. La fe cristiana cree que el sujeto espiritual permanece tras la muerte, privado de su cuerpo, pero cree también que su perfección es con el cuerpo, y la alcanzará al final, en la resurrección. Tiene su modelo en la resurrección de Cristo.

Creemos que en todo ser humano, desde su origen, hay un sujeto espiritual, aunque todavía no se pueda expresar. Pero hay más. La experiencia nos enseña que para que la conciencia comience a funcionar, necesita ser hablada. Necesita ser estimulada por la palabra, despertada por la palabra, por así decir, o por lo menos por el signo (como el caso de Hellen Keller). Esto lo vemos al observar cómo se desarrollan los niños, y, por contraste, nos lo confirma la triste experiencia de los llamados “niños salvajes” (Enfants sauvages, Feral Children); niños que no han sido criados en un ambiente humano. Sin una relación humana, la conciencia humana no se puede desplegar (o lo hace muy rudimentariamente). Esto es asombroso. Es una manifestación de que el espíritu humano es relacional. La tradición de pensamiento cristiano ve en esto una huella de que el hombre es un ser para la relación: procede de la relación con Dios y está destinado a la relación con Dios.

Para el cristianismo, es un asunto muy serio. La relación humana tiene su perfección en el amor. La moral cristiana se resume en amar a Dios sobre todas las cosas; y a los demás como hijos de Dios. Cada persona humana aspira en lo más hondo a amar y a ser amada, y no le parece que hay mejor bien que éste.

Cuando se entiende el valor de cada persona, se entiende que merece ser amada. Juan Pablo II le llama a esto la “norma personalista”. Muchos pensadores cristianos (Marcel, Pieper) se han dado cuenta de que todo amor encierra un deseo de eternidad. Amar es decir “no morirás”. En los hombres es sólo un deseo. Pero en Dios es una promesa que crea la realidad. El amor personal de Dios es lo que nos convierte en sujetos para siempre. Este es el fundamento personal del peculiar modo de ser del hombre: un sujeto delante de Dios: un tú creado para siempre por un Yo que es todopoderoso y eterno (Buber).

Hay que terminar. Nos hemos acercado a las experiencias que enraízan la palabra “alma” y nos habremos dado cuenta de que estamos hablando de algo muy serio. La palabra “alma” encierra el misterio de la vida y sus sorprendentes propiedades; el misterio del más allá y las aspiraciones humanas más profundas; y el misterio de la conciencia humana, de la inteligencia y la libertad. La palabra “alma” indica también a la persona, al ser espiritual, querido por Dios y constituido, por su amor, como un interlocutor para siempre. El alma humana no es un duende, ni una cosa que esté en el hombre, ni una parte del hombre. Es el sujeto espiritual, con su forma y sus propiedades, la persona querida por Dios. Todo esto es lo que lleva dentro la palabra alma.


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Juan Luis Lorda es profesor de Antropología cristiana, doctor en Teología e ingeniero industrial. El artículo ha sido publicado originalmente en “Nuestro Tiempo” n. 603 (setiembre 2004) 101-108.


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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
FILOSOFÍA DEL HOMBRE



Arvo Net, 10/01/2006



domingo, 6 de septiembre de 2009

El relativismo (y III)

sábado, 29 de agosto de 2009
Pedro Beteta López

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AnalisisDigital.com

Cuando se sustituye la verdad por la certeza se llega al subjetivismo. Para mí, como tengo certeza de ello, ésta es la verdad. Y en la moral este subjetivismo conduce a “sentirse bien con uno mismo” como único fin. No es infrecuente, por ejemplo, cómo personas que frecuentan los Sacramentos sienten remordimientos atroces por asuntos banales y se traguen simultáneamente cosas de enorme entidad.

Sucede que se han quedado adrede con dos euros en la compra y reciben la Sagrada Eucaristía en una boda sin estar en gracia de Dios. ¡Cuánta gente comulga y qué pocos se confiesan! Es ignorancia. Cierto, pero de eso estamos hablando: del desconocimiento de la verdad y de su identificación con la certeza. Para mí no es pecado y lo hago tan ricamente. Es el subjetivismo moral que nos envuelve hoy.

El relativismo se presenta como una teoría sobre la verdad. No existe la verdad y quien diga que existe una verdad ése es el que está en el error. El relativismo afirma que quien se crea poseedor de la verdad se equivoca.

Así como en la ciencia la verdad permanece aceptada hasta que sea falseada por una experiencia que no pueda ser explicada por la anterior hipótesis, en moral –dicen– la sociedad demanda estar sólo en paz consigo mismo. Compte aseveraba que era importante conocer para prevenir con el fin de proveer. Siempre lo útil como fin. Polo dice que “la verdad no tiene sustituto útil”.

Como habíamos anunciado en la anterior colaboración, todo el desarrollo filosófico de estos últimos siglos han desembocado en la llamada “filosofía de la sospecha” y será ésta la que ha empapado tantos aspectos de la vida social en la que estamos inmersos y que padecemos. Veamos. Estas posturas apuntadas –y la de Hegel, que ahora no vamos a detenernos– condujeron a la llamada “filosofía de la sospecha”, cuyos principales representantes son Nietzsche, Marx y Freud.

Para estos autores, algo turbio se esconde en el deseo de saber. No es sano seguro lo que se pretende; debe haber un interés, una utilidad, un motivo inconfesable, oculto quizás incluso para quienes lo defienden. Los filósofos de la sospecha les lleva a ver la realidad desde una determinada perspectiva y, por tanto, a viciar el conocimiento desde su raíz.

En el caso de Nietzsche es el interés de los débiles de no ser sometidos; para Marx las ideologías son superestructuras que reflejan los intereses de la clase dominante; y para Freud es el inconsciente, que se mueve por la libido pero que no se manifiesta ante la conciencia por estar reprimido por el super-ego.

Pero los filósofos de la sospecha no buscan la verdad; al desenmascarar los intereses bastardos que mueven a la razón, quieren descalificar el conocimiento, no corregirlo sino orientarlo por un criterio más acertado, por un motivo voluntario que consideran más profundo y “verdadero”: la voluntad de poder, la autorrealización mediante la desalienación o la satisfacción del instinto sexual evitando las neurosis y los conflictos sociales [1].

Conocedor de esto y del devastador crecimiento de estas filosofías que son debidas al vuelco metafísico de 180º que dio Descartes, Juan Pablo II insistió una y otra vez en la necesidad de centrar la cuestión metafísica. “Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad” [2].

Hay muchas variantes caseras de este relativismo actual que se palpa en la calle y que carecen de fundamentación racional; por ejemplo, los que parten del supuesto de que cada uno es dueño de sí mismo y así nadie puede decir a otro qué es bueno y qué es malo en sentido absoluto. Expresiones como “mi vida es mía y hago con ella lo que me dé la gana” o “hago lo que quiero y no tengo que dar cuenta a nadie”, son la justificación de este mismo planteamiento. Si el hijo que llevo en mi seno es mío también hago lo que quiera, que para eso es mío.

Desde el punto de vista religioso, el relativismo se ha introducido también en algunos ambientes teológicos católicos y protestantes. La verdad absoluta y completa, según este punto de vista, no se encuentra en ninguna religión, pues ninguna revelación hecha al hombre por Dios puede agotar la riqueza infinita de la divinidad.

Por eso, influidos por algunas religiones orientales, defienden que el cristianismo no es más que una revelación de la divinidad parcial y temporal, que debe completarse con las creencias de otras revelaciones contenidas en otras religiones. Concretamente, en la tradición hindú, la divinidad ha descendido (avatar) a la tierra encarnándose, a lo largo del tiempo, en distintas personas, tales como Kürma, Varaha, Rama, Krishna, Buddha, etc.

A lo largo de estos “avatares” la divinidad ha mostrado a los hombres algunas verdades que, por no ser nunca exhaustivas, se complementan, a la vez que se relativizan. Jesucristo vendría a ser, de acuerdo con este punto de vista, una nueva reencarnación, y sus enseñanzas tan parciales, históricas y relativas como las demás encarnaciones de la divinidad [3].

En el terreno político, la democracia se considera el único sistema válido de gobierno no sólo por razones de “contenido”, como la división del poder para evitar la tiranía y que todos los ciudadanos puedan participar en la toma de decisiones y en el gobierno, etc., sino también y sobre todo por razones “formales”: está dotada de “mecanismos” para salvaguardar la autonomía individual, hace compatibles las libertades de todos, impide que algún grupo social imponga su modo de pensar (el pensamiento único), etc.

De este modo se ha llegado a una concepción de la democracia basada en el relativismo y el permisivismo: ninguna “verdad” es absoluta, nadie tiene “la” razón, todo puede ponerse en tela de juicio, y es más democrático permitir todas las conductas que no impidan la convivencia pacífica; en definitiva: no existe el bien ni el mal, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, sino diversas opiniones, fundadas en distintas ideologías, que, en la medida de lo posible, han de hacerse compatibles porque todas tienen el mismo derecho a existir. De este modo la tolerancia se identifica con el permisivismo [4].

En fin, en la base de estas posturas está un regreso al nominalismo medieval que niega la existencia de la naturaleza humana; cada individuo es distinto a los demás y debe darse forma a sí mismo según su propio criterio, tendencias, gustos, etc. Muchos defensores de la homosexualidad y la eutanasia piensan que no existen conductas antinaturales, ni unas son más normales o naturales que otras, pues la naturaleza no debe condicionar la libertad sino al contrario, debe ser la libertad la que moldee la naturaleza. No hay una “ley natural” porque lo que no hay es una naturaleza humana.

El relativismo moderno se distingue del clásico en un punto esencial: el clásico era la consecuencia práctica del escepticismo, era el modo coherente de vivir en el escepticismo. El relativismo moderno, en cambio, se presenta como el modo coherente de vivir en la verdad, pues ésta es histórica, circunstancial, plural y cambiante.

En suma, el relativismo no se presenta a sí mismo como una postura racional “relativa”, sino como el representante único de la verdadera racionalidad, fundamento, por tanto, de la libertad, tanto individual como social, y de la convivencia pacífica. Sólo él es fuente de la verdadera tolerancia porque hace compatibles las libertades de todos los ciudadanos, sean cuales sean sus opiniones.

Si no fuera porque hemos abordado un tema tan serio hubiera comenzado por aquello que le decía un estudiante en mayo del 68 a sus compañeros, subido en la mesa del catedrático, y que le supuso “dejar la política”: ¡callaos, que llevo mil veces diciendo que no repitáis las cosas!.

Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica


Notas al pie

[1] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009.

[2] Fides et ratio, 83.

[3] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990 y Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declar. Dominus Iesus, 6-VIII, 2000.

[4] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009.

http://www.almudi.org/tabid/36/ctl/Detail/mid/379/nid/4137/pnid/0/Default.aspx

El relativismo (II)

martes, 25 de agosto de 2009
Pedro Beteta López

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Como ya hice mención en la anterior colaboración, la existencia de la verdad es evidente incluso negándola. Pero la historia pone de manifiesto que con frecuencia se ha respondido con el escepticismo –“pasotismo” lo llama el vulgo ahora–, de un relativismo multiforme. Es una respuesta de no compromiso. Pirrón, en el s. III a.C. lo dice bien claro: el conocimiento de algo que por su naturaleza te da angustia debes rechazarlo de inmediato como algo malo. Si la verdad te angustia… ¡evítala, mira a otro lado!

Con esto ya se ve que la búsqueda de la verdad se trata en definitiva de un tema moral, ético. La verdad hay que buscarla y abrazarla aunque comprometa o desagrade. Descartes no se dolerá en prendas para afirmar que el pensamiento de cada cual es la regla moral de actuación.

Las eternas preguntas sobre quién soy, de dónde vengo, adónde voy, para qué existo, por qué hay sufrimiento, por qué el inocente es afligido, etc., son cuestiones que nadie, ya sea filósofo o un sencillo y corriente hombre de la calle puede obviar.

De la respuesta que se dé a las mismas depende mucho su madurez como hombre. ¿Es posible alcanzar una verdad universal y absoluta? “De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre” [1], pero además el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. En suma, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores.

Los sistemas filosóficos o escuelas de pensamiento lo han intentado a lo largo de los siglos sin conseguirlo. A lo más han alcanzado convicciones, experiencias, tradiciones familiares o culturales o “itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto” [2]. La triste realidad de las hipótesis es que por muy fascinantes que sean no satisfacen y llega el momento ineludible de encontrar una verdad reconocida como definitiva que dé una certeza no sometida ya a la duda [3]. Que la certeza, subjetiva siempre, se identifique con la verdad objetiva es la clave.

Decíamos en la última colaboración que sólo el hombre por ser persona es capaz de ponerse en el lugar del otro. Él es un absoluto-relativo capaz de comprender a otro absoluto-relativo como es otro hombre. Si bien es encomiable y meritorio el esfuerzo de la filosofía moderna al haber fijado su mirada en el hombre hay que decir también que la razón humana se ha llenado de interrogantes a los que no ha podido contestar y la angustia y la incertidumbre han hecho mella.

El ansia de sosiego, de no comprometerse, de evitar lo que complica la existencia, ha encaminado al hombre a la búsqueda y captura de una falsa paz construyendo complejos “sistemas de pensamiento” falsos basados en el utilitarismo. La Encíclica Fides et ratio desenmascara esta realidad cuando dice: “los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende” [4].

Así pues, ¿dónde está el nervio del relativismo actual? En la pérdida de la referencia trascendental de la persona. Así, queda a merced de criterios utilitaristas o pragmáticos basados en el dato experimental exclusivamente. De esta manera han emergido hoy mil formas de agnosticismo y de relativismo que hunden a la sociedad en un escepticismo generalizado.

Y, ¿cómo se manifiesta hoy el relativismo en nuestra sociedad? Evitando dar una respuesta a los problemas dejando en la duda a todos para que actúen según su criterio al “que hacen bueno” si te sientes bien con ello. Se acaba así con la capacidad de alcanzar la verdad y el compromiso que acompaña.

¿Comprometerse para siempre en cualquier asunto: entrega a Dios, a un hombre o mujer en el matrimonio? ¡Qué locura absurda! El egoísmo se hace tan connatural que nos pasa inadvertido. ¿Quién sabe qué es el egoísmo?, pregunta la profesora a las niñas. Una levanta la mano. Sabe la respuesta. Su contestación es: “egoísta es aquella persona que no piensa en mí”.

Al margen de esta anécdota, veamos un ejemplo de cómo llegar al relativismo actual que es esencialmente utilitarista. En primer lugar se afirma que no existe “la” verdad sino “las” verdades. Es patente, porque si necesitas viajar de una ciudad a otra y se puede ir en coche, en tren, en avión, en autobús, etc., cada individuo elegirá el medio de transporte que más le convenga por razones prácticas de tiempo, de dinero, etc.

No es posible afirmar que un medio y sólo uno sea el mejor si se prescinde de las circunstancias apuntadas. Por tanto, la verdad es relativa según cada pasajero, pues no es igual un viaje de negocios que uno de turismo, uno rápido por una emergencia que uno de descanso, tampoco es lo mismo el coste del avión que el del autobús, ni el tiempo invertido, etc. Quien defienda que su opción es la única verdadera y que las demás, por tanto, son erróneas, se equivoca: ése es el único de quien puede decirse con seguridad que está en el error.

De acuerdo. Se plantea un problema “teórico” que no tiene una única solución posible. Dadas varias opiniones, ¿cuál de ellas es la verdadera?; ¿quién tiene razón si se discute, por principio, sobre un tema “opinable”?; ¿por qué las razones de uno han de tener más peso que las de otro que piensa distinto? La única respuesta posible es que, mientras no se demuestre que alguien se equivoca –porque da un dato falso, por ejemplo–, todas las opiniones son igualmente válidas, si se tiene en cuenta que cada uno ve las cosas desde un punto de vista distinto al proponerse un fin diferente y para ello prefiere usar de unos medios y no otros para lograrlo. [5]

Ya vimos que no se puede identificar certeza con verdad pues se puede tener certeza de algo que luego resulta ser falso. Identificar verdad y certeza es un error grave pues la certeza, incluso la verdadera, es siempre subjetiva. Es decir, esa identificación supone que para buscar la verdad se ha admitido previamente un “criterio” subjetivo que sirve para discriminar las ideas y los juicios, y clasificarlos como verdaderos o falsos.

En el caso de Descartes el criterio deriva del deseo de seguridad; Kant, en cambio, parte de los “intereses” de la razón, el primero de los cuales, al que se subordinan los demás, es el interés moral (que por su misma naturaleza es de orden práctico, de ahí la primacía de la razón práctica sobre la teórica). [6]

Todo el desarrollo filosófico de estos últimos siglos han desembocado en la filosofía de la sospecha en la que so capa de verdad se esconden turbios intereses prácticos. De esta cuestión hablaremos en la siguiente colaboración. Aquí sólo dejarla enunciada.

En definitiva, el relativismo no se presenta a sí mismo como una postura racional “relativa”, sino como el representante único de la verdadera racionalidad, fundamento, por tanto, de la libertad, tanto individual como social, y de la convivencia pacífica. Sólo él es fuente de la verdadera tolerancia porque hace compatibles las libertades de todos los ciudadanos, sean cuales sean sus opiniones.

No es extraño, por eso, que se le considere como un “valor” –el primero, del que dependen los demás–, que debe ser defendido frente al dogmatismo, que no puede provenir más que de posturas irracionales, fanáticas y totalitarias. [7]

Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica


Notas al pie

[1] Fides et ratio, 27.

[2] Cfr. Ibídem.

[3] Cfr. Fides et ratio, 27.

[4] Fides et ratio, 5.

[5] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009.

[6] Kant, I., Crítica de la razón pura, A 816 s, B 844 s.

[7] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009

http://www.almudi.org/tabid/36/ctl/Detail/mid/379/nid/4130/pnid/0/Default.aspx

El relativismo (I)

miércoles, 19 de agosto de 2009
Pedro Beteta

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Llama la atención la recurrencia de Benedicto XVI para salir al paso de las graves consecuencias del relativismo en el que se encuentra la sociedad, sobre todo las del mundo occidental y, con ella, el planeta. No son bobadas quiméricas dichas por un portavoz del bien. Son los silbidos del Buen Pastor que ve peligrar el rebaño encomendado.

Para introducirnos en esta triste realidad paralizante del relativismo que deja al hombre al pairo de los vientos racheados de las corrientes de pensamiento “menos pensadas”, se hace necesario recordar algo de Historia, de situaciones históricas semejantes de otros tiempos. No fueron tan frecuentes ni tan universales como lo son ahora por carecer, entre otras cosas, de impresionantes medios de comunicación actuales.

Ya en la época griega Sócrates se las vio y se las deseó para desmontar los sofismas de los recalcitrantes sofistas –larvados escépticos– que defendían el relativismo en temas éticos, con fines políticos. Quien desee el poder, debe defender aquellas tesis que puedan granjearle amigos, partidarios, votos, etc. Permutaban la verdad por lo práctico. Lo útil conducía, una vez más, a abandonar la verdad y a seguir la opinión más conveniente en cada momento.

Era ésta una forma del relativismo incipiente pues, como dice Aristóteles [1], el escéptico debería callarse y no hacer nada, ya que no podría decidir hacer una cosa u otra. No era, en realidad una actitud de prudencia sino una actitud moral, ética. Con el escepticismo se buscaba la tranquilidad de ánimo. Tomar decisiones y más en temas importantes podrían producir inquietud, angustia, preocupación, desasosiego y eso... es éticamente malo.

Con estos presupuestos se trataba de hacer lo que en cada caso a uno le pareciera mejor y que –juzgando según las apariencias– le llevase a la tranquilidad. Es luminoso el siguiente texto: “quien supone que algo es por naturaleza bueno o malo o, en general, obligatorio o prohibido, ése se angustia de muy diversas maneras… Si el convencimiento de que por naturaleza unas cosas son buenas y otras malas produce angustias, entonces también es malo y ha de evitarse el suponer y estar convencido de que algo es objetivamente malo o bueno” [2].

El escepticismo llevó, por su misma naturaleza, al relativismo teórico y práctico, pero siempre motivado por la búsqueda de seguridad, de esa falsa paz que supone no complicarse la vida y, en definitiva, evitar a toda costa el malestar personal y ajeno que produce la toma de decisiones difíciles, etc.

El hombre es, sobre todo, capaz de conocer la verdad. Primero tiene la certeza de que la verdad tiene que existir porque negarla sería afirmar ya “la verdad de que no existe” y ésa verdad se revolvería contra él al momento. Pero tras la certeza de la existencia de la verdad está la posibilidad de acceder a tantas verdades posibles. Lo que es un craso error sería identificar verdad con certeza. Se trataría de un error muy grave ya que la certeza es algo subjetivo. Hay quien tiene la certeza de que le han robado el bolso o la cartera y luego cuando la encuentran recuerdan que fue allí donde la habían dejado por última vez. Tenían certeza pero no era verdad que les hubieran robado nada.

Este modesto ejemplo ayuda a entender que el criterio subjetivo para buscar la verdad que han llevado a cabo con esa identificación no les permite discernir en sus juicios lo verdadero con lo falso. Ese criterio subjetivo será para Descartes el ansia de seguridad y para Kant los “intereses” de la razón, el primero de los cuales, al que se subordinan los demás, es el interés moral [3]. En el caso de Nietzsche es el interés de los débiles de no ser sometidos; para Marx las ideologías son superestructuras que reflejan los intereses de la clase dominante; y para Freud es el inconsciente, que se mueve por la libido pero que no se manifiesta ante la conciencia por estar reprimido por el super-ego.

Pero como dice Corazón [4], los filósofos de la sospecha no buscan la verdad; al desenmascarar los intereses bastardos que mueven a la razón, quieren descalificar el conocimiento, no corregirlo sino orientarlo por un criterio más acertado, por un motivo voluntario que consideran más profundo y “verdadero”: la voluntad de poder, la autorrealización mediante la desalienación o la satisfacción del instinto sexual evitando las neurosis y los conflictos sociales.

En suma, puede resumirse en lo siguiente: desde el punto de vista teórico, se identifica la verdad con la certeza; de este modo se gana seguridad pero se pierde objetividad. Además, la certeza, al no fundarse en el conocimiento sino en un criterio subjetivo, deriva hacia el utilitarismo: ciencia verdadera es aquella que permite, mediante la técnica, hacernos “como dueños y poseedores de la naturaleza” [5].

En cuanto a la ética, el ideal de autonomía y emancipación condujo a éticas subjetivas, relativistas, utilitaristas, hedonistas y emotivistas, en las que el fin que se persigue es siempre el bienestar interior, evitar la escisión entre lo que se desea y lo que se hace, los remordimientos, la resignación y la frustración. Todo ello motivado, en último término, por la “secularización” del pensamiento y de la vida: se pretende dar a los valores tradicionales (cristianos), una justificación y un fundamento exclusivamente racional y antropológico, despojándolos, por tanto, de su valor objetivo y trascendente.

Ante este breve bosquejo histórico que enmarca el relativismo hay que acudir a profundizar en la persona y en su dignidad. No se puede separar que lo expuesto de manera somera explica el pánico a la toma de decisiones vitales, suscita temores atroces en quienes las toman, rompen con suma facilidad los compromisos tomados por ellos mismos a la menor dificultad so capa de que “no funciona”.

Por ello preguntémonos. ¿Quién es el hombre? Ésta es la gran cuestión que es ignorada por la gran mayoría y que origina tantos desatinos en nuestra sociedad, dejando aparte los intereses políticos que en ocasiones distorsionan en gran manera la realidad. Nietzsche afirmó que el hombre es el ser capaz de hacer promesas (pensar y planear su futuro, sus propios fines; es decir, puede autodeterminarse dentro de su libertad limitada). Tomás de Aquino había dado siglos antes otra definición: “El hombre es el ser que elige sus propios fines”. El hombre es un animal inteligente y libre, es decir, un ser capaz de resolver problemas. Sin embargo, puede ser el animal más brutal, llegando a trastocar el orden natural por su propia libertad de elegir.

Definir al hombre como un animal racional es tan válido como pobre, pero de momento démosla por buena. ¿Relaciones hay entre lo animal y lo racional? Para Sócrates (s. V a.C) el hombre es su alma, para Kant (s. XVIII) el hombre es más que su biología, es lo que hace con su libertad (arte, derecho, religión). El hombre es muchísimo más. El hombre es el único ser material capaz de Dios, creado para vivir en intimidad con Él eternamente, tras un breve espacio de tiempo en el que debe escribir su biografía inédita con sus actos libres. No es solamente un ser histórico, sino también un ser biográfico, libre. La vida es como una novela escrita día a día; no un problema matemático, algo determinado de antemano. Y todo porque posee una naturaleza libre. Su cuerpo es el de un ser libre y es capaz de expresar esta libertad.

El hombre es persona, y no sólo individuo. La persona no está finalizada por la especie como los irracionales: el hombre es un ser social y sociable que no tiene fines exclusivamente personales. También posee diferencias cuasi infinitas con los irracionales por lo que mira al conocimiento. El hombre capta los modos de ser de cada cosa, los animales no. En la mente humana hay espacio para el mundo exterior; de ahí que Aristóteles dijera que el hombre es de algún modo todas las cosas, ya que es capaz de conocerlas con mayor o menor hondura. Es la capacidad de abstraer algo propio del entendimiento humano y requisito para conocer la esencia de las cosas racionalmente. El animal ve imágenes de las cosas reales, y las estimas como convenientes o no convenientes para sí –instinto– pero no puede entender las propiedades o el modo de ser íntimo de las cosas. Por eso, no puede elaborar cultura; aunque si ciertas técnicas o habilidades.

Otra gran diferencia son las dotes que acompañan a la persona. El hombre inventa el arco y las flechas porque tiene necesidad de comer carne pero otros depredadores irracionales también tienen necesidad de comer y no inventan nada. El hambre sólo impulsa a comer no a fabricar artilugios. Son dos cosas muy diferentes. Por eso, no sería adecuado explicar al hombre solo desde sus necesidades, sino también desde sus posibilidades y aspiraciones. La inteligencia humana no surge de una necesidad, sino de una dotación, y por eso no es un animal más. Tiene la capacidad de crear.

Por último decir que el hombre es un ser moral, que es capaz de distinguir el bien del mal mientras que el animal no tiene moralidad. También el hombre es capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender, por esto es, dice Spaemann, un símbolo del Absoluto o como dice Cardona un Absoluto-relativo.

Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica


Notas al pie:

[1] Aristóteles, Metafísica, IV, 4, 1006 a 11 s.

[2] Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos III, Gredos, Madrid, 1993, 237-238.

[3] Kant, I., Crítica de la razón pura, A 816 s, B 844 s.

[4] Corazón, R, Conferencia Curso de Verano, Baeza, 2009.

[5] Descartes, Discurso del Método, 6ª parte.

http://www.almudi.org/tabid/36/ctl/Detail/mid/379/nid/4118/pnid/0/Default.aspx

Analogías y diferencias entre Ética, Deontología y Bioética

domingo, 30 de agosto de 2009
José María Barrio Maestre

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El Profesor Barrio es Titular Universidad Complutense de Madrid

1. El tema de la Ética

El asunto fundamental del que la Ética se ocupa es la felicidad humana, mas no una felicidad ideal y utópica, sino aquella que es asequible, practicable para el hombre. Al menos así aparece en lo que podríamos llamar la tradición clásica de pensamiento moral desde Aristóteles hasta Kant, excluyendo a éste último.

Como todo ser vivo, el hombre no se conforma con vivir simplemente. Pretende vivir bien. Una vez garantizado el objetivo de la supervivencia, se plantea otros fines. Para comprender el significado de lo ético, lo primero que hace falta es entender que la finalidad de la vida humana no estriba sólo en sobrevivir, es decir, en continuar viviendo; si la vida fuese un fin en sí mismo, si careciese de un "para qué", no tendría sentido. Así se comprende la exhortación del poeta latino Juvenal: "Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al decoro y, por salvar la vida, perder aquello que le da sentido" (Summum crede nefas animam praeferre pudori / et propter vitam vivendi perdere causas. Satirae, VIII, 83-84).

Tener sentido implica estar orientado hacia algo que no se posee en plenitud. Ciertamente algo de esa plenitud hay que poseer para aspirar inteligentemente a ella: al menos algún conocimiento, a saber, el mínimo necesario para hacerse cargo de que a ella es posible dirigirse. Con todo, el dirigirse hacia dicha plenitud se entiende desde su no perfecta posesión. Soy algo a lo que algo le falta.

Cuando el hombre piensa a fondo en sí mismo se da cuenta de que con vivir no tiene suficiente: necesita vivir bien, de una determinada manera, no de cualquiera. Dicho de otro modo: vivir es necesario pero no suficiente. De ahí que surja la pregunta: para qué vivir (la cuestión del sentido) y, en función de ello, cómo vivir. Justamente ahí comienza la Ética.

La felicidad se nos antoja, en primer término, como una plenitud a la que todos aspiramos y, por tanto, de cuya medida completa carecemos. Sin embargo, esa "medida" no es en rigor cuantificable. La felicidad más bien parece una cualidad. Podríamos describirla como cierto "logro". Así lo hace Aristóteles, para quien la felicidad es "vida lograda" (eudaimonía), a saber, una vida que, una vez vivida y contemplada a cierta distancia -examinada, analizada- comparece ante su respectivo titular como algo que sustancialmente ha salido bien; una vida, en fin, que merece la pena haber vivido.

Tal característica de lo "logrado" se especifica, a su vez, en dos modos prácticos del bien: lo que me salebien y lo que hago bien. En la vida hay acontecimientos que me salen al paso, y otros que hago yo surgir de manera propositiva. En la biografía de todo ser humano se articulan elementos que él ha hecho intervenir por su propia iniciativa, de manera planificada, con acontecimientos imprevistos, y a menudo imprevisibles. Tanto unos como otros implican una importante carga ética: lo que hago, porque lo he traído yo al ser, a la realidad de mi vida o del cosmos; y lo que me pasa, porque aun no habiéndolo planificado yo, me pide una respuesta, me planta cara y me desafía, supone un reto que me obliga a poner en juego los recursos de mi propia identidad moral, identidad que quedará en evidencia por la forma de encarar el destino. Si bien en el segundo aparece más bien como re-activo, en ambos casos se advierte que el ser humano es un ser activo. Y la ética pone de relieve, en primer término, esta índole activa: se refiere a la praxis humana, al obrar -activo o reactivo- que implica libertad y que, por tanto, no está sujeto a una determinación unívoca (ad unum) .

El hombre puede actuar o reaccionar ante una concreta situación de muy variadas maneras, y entre ellas la ética pretende poder dilucidar cuál es la mejor, la más correcta o conveniente de cara al sentido último de la existencia humana, a esa plenitud que, a fin de cuentas, resultará, en conjunto, del buen obrar (eupraxía).

1.1.- La felicidad y el placer.- Como todo ser vivo, el hombre es más activo que pasivo. La felicidad a la que se ve llamado no es una situación pasiva en la que pueda llegar a encontrarse. Ahí estriba el desenfoque fundamental del planteamiento hedonista, que también se presenta como una visión ética de la vida. El hedonismo no yerra por afirmar el valor del placer, sino por entender éste como el fin(telos) de la praxis, y no como una consecuencia suya. Robert Spaemann lo ilustra mediante el siguiente experimento mental: "Imaginemos un hombre que está fuertemente atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos, de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece de inmediato ponernos en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad" (Spaemann, 1995, 40).

No es exactamente lo mismo felicidad que bienestar, al igual que la vida buena no coincide necesariamente con "darse la buena vida", en el sentido que solemos atribuir a esta expresión en castellano. Cualquiera que sabe algo de la vida distingue claramente entre dos tipos de bienes muy comunes: "pasarlo" bien, y "hacerlo" bien. El primero puede ser fuente de alegrías "pasajeras", sin duda necesarias a veces. Pero sólo el segundo proporciona satisfacciones profundas. Hay momentos divertidos, alegrías inesperadas, y otras alegrías trabajadas con esfuerzo durante un período más o menos prolongado, quizá menos chispeantes y explosivas que las primeras, pero mucho más plenas, porque para el hombre es más relevante lo que él hace que lo que le ocurre.

"La palabra "placer" -señala A. Millán-Puelles- se puede usar en dos acepciones: el placer de los sentidos o el del espíritu. Generalmente se toma en la acepción puramente sensorial. Pues bien, los placeres sensoriales, en principio, tampoco son ilícitos. Lo que es ilícito es convertir la búsqueda de ellos en la orientación de nuestra conducta, no porque sean placeres, sino porque son meros placeres sensoriales, y el hombre no es un gato ni un perro, sino un ser dotado de espíritu. Por tanto, orientar nuestra vida sólo hacia los placeres sensoriales es gatearnos, perrificarnos: es bestializarnos. Es lo que decía Boecio; es peor aún, porque un perro no se perrifica (no se degrada). El hombre sí que se degrada cuando pone como norma orientadora de su conducta la sola búsqueda de placeres sensoriales. Pero insisto en que no se trata de que los placeres sensoriales, en principio, sean necesariamente malos. Lo que es esencialmente malo es orientar la totalidad de nuestra conducta a la búsqueda de los placeres sensoriales, no porque sean placeres, sino por ser exclusivamente sensoriales. Porque, en tanto que sensoriales, sólo responden a la parte animal de nuestro ser, que no es la más noble, la más alta, aquella a la que Aristóteles llama hegemonikón, la rectora de nuestra conducta, la que ha de tener la hegemonía" (Millán-Puelles, 1996, 37-38).

El placer verdaderamente humano -el que mejor se corresponde con su realidad activa- no es el que se busca por sí mismo, sino el que surge como resultado de la acción buena, el obrar pleno de sentido. El placer que se plantea autotélicamente, como un fin en sí mismo o, más bien, como lo en sí mismo bueno -tal es la postura genuinamente hedonista- no puede sustraerse a la siguiente doble dificultad: por un lado, es menos satisfactorio que aquél que resulta de la buena acción, de la acción que no tiene como sentido directo mi propia satisfacción sino la satisfacción de un sentido fuera de mí. Así lo testifican las múltiples experiencias de sentirse uno mejor haciendo un favor a otro que recibiéndolo de él. Spaemann aduce incluso una fundamentación hedonística de la idea evangélica según la cual es mejor dar que recibir (1995, 38). Por otro lado, el placer autotélico, precisamente por no hacer justicia al carácter activo del hombre, es irreal, en el sentido de que aliena al hombre de su propia realidad, primeramente porque tal placer es egoísta y el hombre no puede disfrutar de ningún bien sin la compañía de amigos, como dice Aristóteles (la praxis principal es la convivencia, la amistad política); y en segundo término, porque un placer que se busca por sí mismo sólo proporciona satisfacciones que, aunque eventualmente puedan ser muy intensas, suelen ser muy poco extensas, y sólo se mantienen buscando mayores dosis del principio hedónico activo, estableciéndose así un ciclo perverso que suele acabar en un embotamiento mental que hace imposible percibir las realidades superiores, dejando al hombre en un estado de enajenación que fácilmente precipita en la evasión y el vértigo.

Por su parte, no puede obviarse el hecho de que no todo dolor es malo. El propio Epicuro reconoce que no es lícito evitar cualquier dolor. La pena por la muerte de un amigo, o la indignación frente a la injusticia -la indignación implica un cierto dolor, una desazón anímica- o, sencillamente, el displacer que supone el mal sabor de una medicina que necesito tomar para curarme, son ejemplos de dolor que no es noble o conveniente evitar.

El auténtico placer, el que mejor corresponde a la realidad humana, es el que se acomoda a ella. Nunca la evasión de la realidad puede ser fuente de satisfacción profunda. Dicho de otro modo, todo verdadero placer es, ante todo, placer verdadero. (Tampoco la cuestión del placer se sustancia de una manera meramente técnica, como pone de manifiesto el citado experimento de Spaemann.)

1.2.- La virtud.- El planteamiento aristotélico se atiene mejor a la realidad que el hedonista. El Estagirita otorga al placer un papel importante en la vida lograda, pero secundario. En el centro de ella está la eupraxis, el buen obrar; hablando propiamente, la virtud.

La virtud (areté) puede definirse como un hábito operativo bueno, es decir, el buen obrar que se configura como una costumbre, como un modo ordinario y habitual de conducirse. El placer (hedoné) es una consecuencia necesaria de la virtud. Es imposible que el obrar virtuoso no satisfaga ciertas inclinaciones humanas naturales. La esencia de la felicidad es la virtud, pero el placer es un matiz o coloreamiento que la acompaña siempre. Ciertamente, cuando la virtud no está todavía arraigada, obrar según su pauta quizá no produce placer en el sentido corriente de la expresión. Pero una vez que la virtud se ha afirmado, lo que supone más esfuerzo es no secundarla. Para la persona que tiene el hábito de trabajar mucho, por ejemplo, la mera representación mental de verse a sí misma perdiendo el tiempo, mano sobre mano, se le hace no sólo ingrata, sino absurda: no se ve a sí misma de ese modo; igual que para quien tiene el hábito de comportarse lealmente: no se concibe a sí mismo traicionando la confianza de un amigo. Por virtud de su herencia cultural greco-latina, el modo de pensar europeo -aunque no sólo de los europeos: hay ahí algo más que un patrón cultural- siempre tuvo en cuenta que existen acciones que no es posible realizar moralmente. Los viejos juristas romanos lo formulaban así: "Las acciones que contradicen las buenas costumbres han de considerarse como aquellas que nos es imposible llevar a cabo" (Digesto XXVII) . Es una forma muy exacta de expresar la imposibilidad moral de ciertas acciones que repugnan al hombre virtuoso y bueno. "Un buen hombre sería aquel cuya conciencia de que "no me es lícito hacer esto" se cambia en "no puedo (físicamente) hacerlo"" (Spaemann, 1995, 83).

Un rasgo propio de la virtud es que, una vez que está bien asentada, los actos congruentes con ella surgen con naturalidad, sin un especial esfuerzo, mientras que los actos contrarios a la virtud encuentran una resistencia casi física. En rigor, deber hacer algo implica poder no hacerlo, al igual que deber evitarlo implica poder hacerlo. Pero el hombre virtuoso encuentra subjetivamente imposible aquello que va, como dicen los griegos, contra la piedad o contra las buenas costumbres. Le resulta incluso estéticamente repulsiva la idea de contrariar la obligación del respeto debido a los demás porque posee una noción clara del decoro, de la honestidad, de aquello que Sócrates llamaba la "belleza del alma". Aristóteles lo resumió de forma paladina: "No es noble quien no se goza en las acciones honestas".

Por supuesto que para conseguir la virtud hace falta una generosa inversión de esfuerzo inicial: superar la resistencia e imprimir en los primeros pasos un especial ímpetu para que dejen profundamente marcada la huella que facilite y oriente otros pasos en esa misma dirección. Ocurre lo mismo al ponerse a andar: una vez vencida la inercia al primer paso, el segundo cuesta menos, y así sucesivamente, hasta que llega un momento en que lo que más cuesta es detenerse. En la vida moral pasa algo parecido. Conseguir una virtud exige, primero, una orientación inteligente de la conducta: saber lo que uno quiere y aspirar a ello eficazmente, poniendo los medios. Hace falta emplear un esfuerzo moral, eso que entendemos como fuerza de voluntad. (La palabra "virtud" proviene del latín vis, fuerza). Cuando ese modo de obrar se troquela en nuestra conducta y uno se habitúa, ya no es necesario el derroche inicial, y actuar según esa pauta requiere cada vez menos empeño. Siempre hace falta un esfuerzo, al menos para mantener la trayectoria sin que se tuerza ni se pierda, pues por lo mismo que se adquiere -la repetición de los actos respectivos- un hábito puede perderse si se deja de poner por obra. Pero el esfuerzo necesario para mantener un hábito ya consolidado es menor que el que se consume en adquirirlo por vez primera. La virtud, por eso, supone una cierta economía del esfuerzo, de manera que cuando nos acostumbramos a conducir nuestra acción según una pauta habitual, podemos emplear el esfuerzo "sobrante" en la adquisición de nuevas pautas y, así, ir poco a poco construyendo nuestra propia identidad moral. En este sentido se ha dicho que la ética es una facilitación de la existencia (Lorda, 1999).

Los actos virtuosos producen cierta satisfacción de la inclinación adquirida en la que la virtud consiste. Cuando se afianza una buena costumbre, el comportamiento fluye con espontaneidad, y de ahí que Aristóteles designe las virtudes con el nombre de segundas naturalezas. "Naturalezas", porque son manadero del que surgen o nacen (nascor) ciertas conductas, operaciones o pasiones; y "segundas", porque son adquiridas, a diferencia de la naturaleza esencial, que no se adquiere sino que se posee innatamente. Las segundas naturalezas -los hábitos morales, las costumbres- habilitan, cualifican y matizan nuestra propia naturaleza esencial, desarrollándola operativamente.

Según la concepción aristotélica, la ética tiene que ver con lo que uno acaba siendo como consecuencia de su obrar libre. Si el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser (operari sequitur esse, et modus operandi sequitur modum essendi, como reza el viejo lema latino), no menos cierto es que también el ser -moral- es consecuencia del obrar, y parte sustantiva de nuestra identidad como personas se constituye como una prolongación ergonómica de lo que vamos haciendo con nosotros mismos, si bien esto no excluye que en nosotros hay algo hecho no por nosotros, de suerte que, más que autores de nuestra propia biografía, bien puede decirse que somos co-autores. Ahí entra en juego el asunto del destino.

1.3.- El destino.- En un alarde de sentido común, Aristóteles atribuye a la buena suerte, junto con la virtud y el placer, un papel no poco importante en la configuración de la vida lograda. En principio no depende de nosotros, y puede sorprender que el Estagirita aborde el tratamiento del destino (el fatum) en el marco de la ética, pues ésta es práctica -se refiere a la acción humana libre- mientras que el fatumparece que nada tiene que ver con la libertad. El destino engloba los eventos y circunstancias que pueblan nuestra biografía sin que nosotros hayamos tenido que ver con su aparición, en tanto que el obrar moral es aquel que hacemos surgir por iniciativa nuestra. "¿Por qué aquello sobre lo que no podemos influir es objeto de una reflexión práctica, siendo así que ésta no parece tener consecuencias prácticas?", se pregunta Spaemann (1995, 113).

Aquí tenemos la idea griega de un determinismo ejercido por la situación de los astros en el mundo supralunar sobre la vida de los hombres en el mundo sublunar. Es el tema de la astrología. Tanto el destino griego como la providencia cristiana, con sus irreductibles diferencias, aluden a ciertos elementos de nuestra biografía que no proceden de la libre iniciativa humana. A partir de ellos sí tiene sentido la libertad, pero sin ser ellos resultado de previsión o planificación alguna por nuestra parte.

El espacio de la ética se juega precisamente en esta mutua imbricación sinérgica entre lo que me es dado y lo que yo me doy libremente. Spaemann reflexiona sobre las implicaciones éticas del destino: "A diferencia de los animales, los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones que enmarcan su comportamiento. Esto es lo que llamamos historia. Pero eso sólo lo pueden hacer a condición de que acepten previamente determinado marco de su actividad. Quien no puede o no quiere hacerlo sigue siendo un niño. A esas condiciones dadas de antemano pertenece no sólo el cuadro exterior de nuestra actividad, sino también nuestro modo de ser, nuestra naturaleza, nuestra biografía. (...) Nuestro ser-así no es una magnitud fija que determina nuestra actividad, sino que, por el contrario, viene configurado continuamente por nuestras acciones. Pero es cierto que tampoco nuestra actividad comienza de cero. (...) Y si es cierto que cada una de nuestras acciones ejerce un influjo indirecto sobre nosotros mismos configurándonos, eso significa también que nuestra actividad anterior reviste para nosotros el carácter de destino" (Spaemann, 1995, 115).

Aristóteles entiende que una vida humana difícilmente puede considerarse lograda si el destino no es favorable, pero sí que es una actitud moralmente positiva ser capaz de llevarse bien con el destino, eso que la tradición moral conoce con el nombre de serenidad y que Spaemann ha descrito admirablemente como "la actitud de aquel que acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar; la actitud de quien acepta los límites" (Spaemann, 1995, 119; Barrio, 1999).

2. La Deontología

2.1.- El concepto de deontología en general.- En su acepción más habitual, el término deontología suele usarse para designar la "moral profesional", situándola así como una parte de la moral, una "moral especializada". Mas esto no puede hacerse sin precisar que, ante todo, la deontología es un capítulo de la Ética general, concretamente la teoría de los deberes (tá déonta) . Los deberes profesionales son sólo una parte muy restrictiva de los deberes en general, y de éstos hemos de ocuparnos en primer término.

La relación entre ética y deontología es análoga a la que se establece entre felicidad y deber, nociones que en definitiva constituyen sus respectivos núcleos temáticos. El deber es algo más restringido que la felicidad y, así, cabe entender la deontología como una parte especial de la ética, siendo ésta, a su vez, un desarrollo de la filosofía de la naturaleza y, en último término, de la filosofía primera o metafísica. De esta forma lo ha entendido la tradición aristotélica. En efecto, no cabe reducir el bien al bien moral. Lo primero que hay que decir del bien (tó agathón) es que es un aspecto del ser (tó on) , y la ética se sitúa en el planteamiento de lo que un tipo especial de ente que es el hombre (anthropos) necesita para bien-ser o bien-vivir. Para cualquier ser viviente, su ser es su vivir (vita viventibus est esse, decían los aristotélicos medievales). Por tanto, la ética, en primer lugar, aparece como la clave de la mejor vida(aristobía) ; el "ideal del sabio" griego es, en definitiva, el de la vida buena, un ideal ético en sentido estricto. En esta clave se puede comprender el concepto aristotélico de felicidad como plenitud de vida o vida lograda (eudaimonía) .

El bien moral, en concreto, es la virtud (areté) , y ésta adquiere el carácter de lo debido (tó deon) . De todas formas, el deber posee relevancia moral únicamente por su conexión con la vida buena, porque cualifica ciertas acciones como los mejores medios que se han de poner para lograr esa plenitud en la que la felicidad consiste. La ética, entonces, se configura como el saber práctico que tiene por objeto un objetivo: traer al ser aquellas acciones que, puesto que en sí mismas están llenas de sentido, conducen a la plenitud a quien las pone por obra.

Esta concepción supone que, como se apuntó más arriba, el hombre, moralmente, es hijo de lo que hace más que de lo que con él hacen los elementos, tanto la herencia como el ambiente. El bien hace buena la voluntad que lo quiere, y ésta, a su vez, hace bueno al hombre, en sentido moral. El valor moral de las acciones -y, así, su condición de debidas o prohibidas- no depende sólo de la intención subjetiva con la que se realizan (finis operantis) , ni tampoco de las circunstancias, si bien ambos elementos poseen relevancia a la hora de emitir el juicio moral. Éste también ha de tener en cuenta la acción misma y la finalidad objetiva en la que naturalmente termina (finis operis) .

Ambos "fines" -el subjetivo y el objetivo, digamos, lo que el agente desea lograr con su acción y lo que de suyo logra si ésta se lleva a efecto- conforman lo que podríamos llamar la sustancia moral de la acción y, entre ellos, es el fin subjetivo el más importante en la valoración ética global. De esta suerte cabe decir que no puede ser bueno algo que se hace en contra de la propia conciencia subjetiva. Pero eso no significa que lo sea todo lo que se hace de acuerdo con ella. El primer deber que cualquiera puede encontrar en su conciencia moral, si mira bien, es el de formarla para que sea una buena conciencia, es decir, estudiar, buscar la verdad, consultar con las personas prudentes para salir de dudas, etc. (Laun, 1993).

En otro nivel se encuentran las circunstancias moralmente relevantes, aquellos elementos que, podríamos decir, rodean la acción matizando eventualmente su cualidad moral: el modo de realizarla(quommodo) , el lugar (ubi) , la cantidad (quanto) , el motivo u ocasión (cur) , el sujeto agente o paciente(quis) , el momento (quando) , los medios empleados (quibus auxiliis) .

El bien moral es muy exigente, de manera que para que la acción sea buena -en el sentido de moralmente debida- se hace preciso que lo sea en todos sus aspectos, sustancia y circunstancia, mientras que basta que falle uno de ellos para que se pervierta su bondad. Es lo que suelen expresar los latinos con el adagio: bonum ex integra causa, malum ex quocumque deffectu.

2.2.- La deontología como ética profesional.- Aristóteles ha acuñado la distinción conceptual, de gran alcance para la filosofía práctica, entre poíesis y praxis, entre producir y actuar. La rectitud del producir se mide por el producto y ha de ser determinada en función de las reglas del arte (techné) ; estriba en un resultado objetivo y en la nueva disposición de las cosas que sobreviene como consecuencia del producir. Por el contrario, la rectitud del actuar es de índole estrictamente ética: radica en el actuar mismo, en su adecuación a una situación, en su inserción dentro del plexo de las relaciones morales, en su "belleza". Como es natural, todo producir se halla inscrito en un contexto práctico, y por ello tampoco está exento de una evaluación moral. Pero la determinación del producir correcto pertenece a la técnica, al ámbito de los medios, mientras que el actuar honesto tiene razón de fin. Podemos distinguir, así, elbuen hacer del obrar bien. El "robo del siglo", por poner un ejemplo, es una operación que, como producto, está muy bien hecha -entre los latrocinios es, sin duda, el mejor del siglo-, aunque difícilmente lo calificaríamos como una buena acción.

En la más amplia significación del término, cabría hablar de una concepción poética del obrar moral en Aristóteles. Llevar a efecto buenas acciones, producir estados de cosas matizados por cualidades éticas de valor positivo no incluye, pero tampoco excluye, la intención correcta: un buen propósito -aunque no se lleve a efecto- es también una buena acción en sentido moral, aunque carezca de significado y cualidad técnica todo hacer que no sea, además, un producir.

En un sentido vulgar se habla de deontología en referencia al buen hacer que produce resultados deseables, sobre todo en el ámbito de las profesiones. Un buen profesional es alguien que, en primer lugar, posee una destreza técnica que le permite, en condiciones normales, realizar su tarea con un aceptable nivel de competencia y calidad. Las reglas del buen hacer -perfectum officium, acción llevada a cabo conforme a los imperativos de la razón instrumental- constituyen, sin duda, deberes profesionales. Y esto no es en modo alguno ajeno al orden general del deber ético. Aún más: las obligaciones éticas comunes para cualquier persona son, además, obligaciones profesionales para muchos. Al menos así se ha visto tradicionalmente en ciertas profesiones de ayuda como el sacerdocio, la educación y, en no menor medida, la medicina o la enfermería. En último término, esto se puede decir de todas las profesiones honradas, pues en todas se da, de manera más o menos directa, la índole del servicio a las personas. Pero en ésas es más patente, para el sentido común moral, que no es posible, por ejemplo, ser un buen maestro sin intentar ser buena persona. Es verdad que no se educa, o no se ejerce buena medicina, sólo con buenas intenciones, pero tampoco sin ellas.

Si la deontología profesional no se resuelve sólo con los parámetros éticos comunes, tampoco la ética se reduce a la satisfacción de ciertos protocolos deontológicos. En efecto, la cuestión del bien no se sustancia con el cumplimiento de una normativa: no es que el bien moral estribe en cumplir la ley, sino que hay que cumplirla porque lo que preceptúa es bueno, caso de que efectivamente lo sea. Es anterior, con prioridad de naturaleza, el bien a la ley. La conciencia del deber no puede separarse de lo en cada caso debido, aunque indudablemente sea distinto lo que formalmente significa deber y lo que materialmente constituyen en concreto nuestros deberes, lo cual ha de ser determinado en relación al ser específico y al ser individual y circunstanciado de cada persona. Millán-Puelles, en este sentido, habla de la relatividad de la materia del deber, compatible con el carácter absoluto que le corresponde por su forma (Millán-Puelles, 1996, 71 ss.).

Ambas tesis recogen elementos esenciales del eudemonismo aristotélico y del deontologismo, por ejemplo en versión kantiana. Aun con todo, la teoría kantiana del imperativo categórico, que subraya explícitamente el carácter absoluto de la forma del deber, no resuelve las aporías principales que se derivan de una separación entre la forma y la materia moral. El filósofo alemán propone poco menos que una alternativa entre actuar por deber (voluntas moraliter bona) , y actuar conforme al deber (voluntas bone morata) . A su juicio, los "mandatos o leyes de la moralidad" -a diferencia de los que únicamente poseen valor hipotético, como las "reglas de la habilidad" o los "consejos de la sagacidad"- revisten una obligatoriedad que es independiente de la concreta volición de un objetivo, de manera que ningún mandato moral preceptúa lo que hay que hacer si se quiere obtener tal o cual fin o bien, sino algo cuyo cumplimiento es un deber, aunque se oponga radicalmente al deseo o a la inclinación natural (Millán-Puelles, 1984, 264). En el planteamiento kantiano aparecen contrapuestas la buena intención y la buena acción, dialéctica que el idealismo alemán categorizará más tarde con los términos de Moralität y deSittlichkeit, respectivamente. De nuevo se echa en falta aquí el equilibrio que encontrábamos en la posición aristotélica. El Estagirita entiende que no cabe hacer el bien, al menos de manera habitual, sin procurar ser bueno.

En resumen, la analogía fundamental que cabe establecer entre ética y deontología se detecta no tanto por el lado de la norma como por el de la buena acción. La ética tiene que ver con lo que el hombre es naturalmente, siendo la naturaleza un cierto plexo de tendencias inmanentes al ser humano cuya plenitud está teleológicamente incoada y apuntada por la misma inclinación. (La naturaleza metafísica, en el contexto aristotélico, es también instancia moral de apelación). Pero tal naturaleza necesita ser trabajada, desarrollarse prácticamente para obtener su perfecta complexión o acabamiento. Éste no acontece automáticamente, siguiendo unas normas fijas o como por instinto, sino de manera libre y propositiva. (Y por esa misma razón puede también no acontecer). De ahí que la ética haya de contar, como referentes normativos, tanto con la naturaleza (metafísica) como con la razón (Rhonheimer, 1999).

La ética depende esencialmente de la antropología. Justamente el inacabamiento humano abre el espacio propio de la deontología, de lo que el ser humano todavía debe desarrollar para que lo que efectivamente es se acerque, se corresponda lo más posible con la plenitud a la que por su ser natural -naturaleza racional y libre- aspira. "Sé lo que eres", "confirma con tu obrar lo que por naturaleza eres", "procura que tu conducta no desmienta, sino que confirme, tu ser", serían fórmulas expresivas del mandato moral básico, al cual todos los deberes en definitiva se reducen; en palabras de Millán-Puelles, a la libre afirmación de nuestro ser (Millán-Puelles, 1994).

El problema ético no estriba en cómo adaptar la conducta a la norma, sino en cómo ajustarla al ser humano y a su verdad inmanente, no exenta de consecuencias prácticas. En cambio, el papel de la deontología, en su acepción vulgar, es adecuar la conducta profesional a las expectativas sociales. El criterio último del juicio moral es la conciencia, mientras que la regla de la deontología -insisto, en su acepción menos estrecha- es el imaginario sociocultural operante en calidad de elemento motivador, corrector y espectador de la conducta profesional. Como aquí se propone, no se trata de dos reglas alternativas o dialécticamente contrapuestas, sino mutuamente inclusivas. Ahora bien, tal inclusividad se percibe desde el paradigma de la ética eudemonista, no desde el deontologismo.

Al hablar de moral profesional se suele aludir a los códigos de conducta que deben regir la actuación de los representantes de una profesión. La estructura de las sociedades industrializadas conduce a que las relaciones entre las personas estén mediatizadas por el significado de la profesión como prestación de un servicio con contrapartida económica. Las profesiones, hoy en día, implican un conectivo social de gran extensión e intensidad, tanto en las sociedades primarias como en las agrupaciones de segundo nivel, e incluso en el contexto del mundo "globalizado". Por supuesto que el mundo de la vida(Lebenswelt) está entreverado de relaciones mucho más primarias que las profesionales, que a veces se sitúan en un ámbito próximo a la "tecnoestructura" político-económica.

En las sociedades primarias son más sustantivas las relaciones familiares, de amistad, de vecindad; en fin, las relaciones inmediatamente éticas. Pero las relaciones profesionales tienen un papel creciente en la articulación del tejido ético de la sociedad, sobre todo en la medida en que la profesión se entiende como un trabajo que ha de desarrollarse en interdependencia con otros, en un plexo de relaciones humanas de mutuas prestaciones de servicios. Lo que en primer término destaca en toda profesión -y lo que le confiere su peculiar dignidad como trabajo ejercido por personas- es el servicio a la persona, tanto al beneficiario de la respectiva prestación, como al trabajador mismo, a su familia y, por extensión, a las demás familias que constituyen la sociedad.

Se entiende que las profesiones -cada vez más especializadas- han de garantizar la calidad en la prestación del correspondiente servicio. Para ejercer ese control de calidad se instituyen colegios profesionales que elaboran códigos de buenas prácticas. Se procura acreditar así los servicios profesionales por la capacidad técnica específica exigible al profesional, por una digna retribución de honorarios profesionales, por el establecimiento de criterios para el acceso, la formación continuada y la promoción dentro de la carrera respectiva, etc.

En el fondo, se trata de ofrecer un respaldo corporativo al ejercicio decoroso, y garantizar la buena imagen de la profesión ante los clientes y la sociedad. Se establecen para ello mecanismos de control deontológico, como los antiguos tribunales de honor, encargados de prevenir malas prácticas, e incluso pomoviendo la separación de la profesión para quienes las ejercitan.

3. Bioética

3.1.- Las condiciones del debate bioético.- El lector atento habrá advertido a estas alturas que empleo las voces "ética" y "moral" como términos estrictamente sinónimos. No ignoro la diferencia conceptual que algunos proponen, sobre todo dentro de la tradición kantiana. En la literatura filosófica de nuestro entorno cercano ha hecho cierta fortuna la diáiresis entre ethica docens y ethica utens (J.L. Aranguren), que vendría a señalar que hay, por un lado, una ética que se enseña, que se profesa teóricamente y, por otro, una ética que se practica, que se vive. Esto último sería lo que llaman moral. Tal distinción, en último término, vendría a justificar la separación entre lo que se denomina "ética pública" (la que encuentra su espacio en la reflexión y el debate social) y "moral privada", que debe reducirse al ámbito de la vida personal de cada quien. Semejante modo de entender las cosas -más cercano a consideraciones de índole sociológica que a la reflexión ética- a no pocos parece obligado, toda vez que en las sociedades modernas de cultura liberal ya no se puede pretender unanimidad en las valoraciones morales.

No comparto este punto de vista. En primer término hay que subrayar que la etimología para nada justifica una tal distinción. La palabra griega ethos -con "épsilon"- significa exactamente lo mismo que la voz latina mos, moris, de donde procede la nuestra "moral": en ambos casos, costumbre, hábito, uso, modo estable de obrar. En griego existe también la palabra ethos escrita con "eta", y significa casa, habitación, guarida o patria, de la misma forma que del tema de genitivo de mos, moris procede nuestra voz "morada". Meditando en esta anfibología, Heidegger observa que hay una profunda concomitancia entre ambos sentidos. En efecto, las costumbres firmemente asentadas en nuestra vida le suministran un cierto arraigo y cobijo, una bóveda axiológica que nos protege y permite que nos sintamos en nuestro sitio, que estemos afianzados en la existencia y que nuestra conducta no esté hecha de improvisaciones y bandazos, sino que tenga cierta regularidad, pauta o criterio. En definitiva, le dan estabilidad y coherencia. En este sentido, todo habitus es un cierto habitaculum.

Por otra parte, es imposible una vida moral sin una cierta reflexión moral. No se puede obrar moralmente sin deliberación racional. El ámbito ético es el de lo posible por libertad, dice Kant, pero un momento esencial de la volición libre es justamente la deliberación: hacerse cargo racionalmente de los motivos de nuestra actuación, y ponderar los medios más practicables para lograr el fin que nos proponemos al actuar. Ya hemos visto que el bien moral no surge espontáneamente sino de manera propositiva: es menester objetivarlo. Y sólo cuando se ha objetivado racionalmente cabe plantearlo como objetivo para la libre decisión, adquiriendo así cualidad propiamente moral.

Estas puntualizaciones no sobran aquí. El saber y la vida moral son inseparables. Aristóteles decía que el fin de la ética no es saber en qué consiste ser bueno, sino serlo, si bien esto no es posible sin aquello, aunque sea en un nivel precientífico. Es el ethos quien precede y fundamenta a la Ética, y no al contrario. Toda discusión ética seria tiene supuestos que no entran en ella, y si el modus cogitandi excluye metodológicamente el modus vivendi, es simplemente imposible llegar a una conclusión sensata: el diálogo decae en una mera yuxtaposición de éticas infelices, donde sólo importa ostentar una identidad intelectual precisa y merecer la aprobación social

El problema de la actual discusión bioética es que está en trance de perder su referencia ética. Parece que su único presupuesto ha de ser precisamente la exclusión de todo presupuesto. En rigor, tal cosa no es posible en ninguna discusión. Uno de los mentores más emblemáticos de la llamada "ética discursiva", J. Habermas, reconoce en todo discurso, como un a priori suyo, la búsqueda mancomunada de la verdad(kooperativen Wahrheitssuche). Además de las creencias -explícitas o implícitas- de los interlocutores en la discusión, hay también una lógica, una gramática del pensamiento que opera como supuesto; hay, a su vez, actitudes morales que no surgen del diálogo sino que lo hacen posible: la capacidad de escucha, el respeto al oponente, la disposición a valorar sus argumentos y abrazar la propuesta alternativa si en el desarrollo del diálogo se pone de manifiesto su validez, etc. En todo diálogo hay elementos que no se discuten. Si todo fuese discutible, nada en último término lo sería.

En un trabajo reciente me he ocupado de señalar los principales obstáculos que bloquean el acceso a un verdadero diálogo en Bioética (Barrio, 2000). En el fondo, casi todos tienen que ver con la vigencia del planteamiento característico de la ética utilitarista o consecuencialista, la que sólo atiende a los resultados de la acción, y no a la acción misma. Así, la discusión acaba siendo un juego estratégico de poder donde para nada importa la verdad, sino el encaje de intereses en liza para obtener consenso. Esto vale para una negociación política, o para un debate jurídico, pero no para la Ética. La política es siempre utilitarista, y si existen límites al utilitarismo, entonces se trata de los límites que hay que poner a la política, de límites éticos.

3.2.- La encrucijada actual de la Bioética.- Es obvio que nadie está obligado a lo imposible (ad impossibilia nemo tenetur) . Pero, ¿es igualmente obvia la inversa? En concreto, ¿se debe hacer todo lo que se puede hacer? A no pocos parece que, estando en juego bienes como el progreso de la ciencia, las expectativas de curación de enfermedades quizá hasta ahora inatacables, etc., la investigación en biomedicina ha de explorar todas las hipótesis y no cerrarse a ninguna posibilidad. Dicho en otros términos, el porvenir de la investigación genética -y especialmente las perspectivas que abre la eventual decodificación del genoma humano- parece que pone de manifiesto la necesidad de hacer coincidir los límites de lo moralmente correcto con los de lo técnicamente posible. Precisamente la expectativa razonable de los beneficios futuros para la humanidad supondría la obligación "ética", para la ciencia biomédica, de no poner otros límites a la investigación. Tropezamos aquí con la vieja discusión sobre los medios y los fines. ¿La bondad y justicia de ciertos fines justifica y hace bueno cualquier medio eficaz para lograrlos?

La noción de límite ético sólo significa algo si se acepta que, mientras que todo deber positivo -obligación- es también relativo a la persona y la circunstancia, hay deberes de omisión -prohibiciones- que son absolutos e incondicionados (Thomas, 2001). Una persona con una conciencia moral bien dispuesta puede no tener claro qué debe hacer en un determinado momento, pero no admite dudas en relación a la "imposibilidad" moral de ciertas acciones intrínsecamente perversas, con independencia de sus resultados: lo primero que exige la conciencia recta de una persona prudente es excluirlas de la deliberación. Luego habrá que decidir qué se hace; pero primero hay que tener claros los límites de lo que en ningún caso se debe hacer (Finnis, 1991, 93). El deber de intervenir siempre está sujeto a una ponderación en la que ha de tenerse en cuenta el principio del mal menor, principio que, por el contrario, no entra en juego cuando se trata del deber de omisión. La omisión de una acción reprobable es una obligación absoluta.

A la pregunta de si es éticamente lícito todo lo técnicamente posible sólo cabe una respuesta ética: no. Habrá muchos casos en que lo posible no sólo sea lícito sino moralmente obligado, pero no siempre. Decir de alguien que "es capaz de todo" puede ser una buena presentación en un régimen totalitario o en una banda mafiosa, pero es un mérito al menos equívoco si se miran las cosas desde el punto de vista ético.

El desafío más acuciante que ahora tiene la Bioética es, precisamente, recuperar su significado ético. Eso implica asumir pacíficamente que hay unos presupuestos absolutos en toda discusión moral. Un médico, por ejemplo, puede no tener claro qué terapia seguir en un determinado caso, pero sí debe tener nítido que él no está para matar. El carácter radicalmente indisponible de la vida humana se le manifiesta como un deber de conciencia a todo aquel que es todavía capaz de escucharla, y se concreta, en el caso del médico, en el deber absoluto de omitir ciertas conductas esencialmente ilícitas, como el aborto o la eutanasia, cualquiera que sea la persona, la circunstancia o el resultado de esa acción inicua. Hay ciertas acciones que son indignas, que nunca pueden ir en consonancia con el orden humano ni cósmico, por mucho que llegaran a ser "normales" (con normalidad estadística, no ética). Esas conductas intrínsecamente inordenables al logro de la plenitud humana -de la felicidad- pueden calificarse, con todo rigor, de inhumanas, y sólo quien es capaz de percibir esto es verdaderamente libre y, como decían los griegos, amigo de sí mismo. En el hipotético e indeseable caso de que el mundo decayera en la pura abyección, obturándose el más elemental sentido del "decoro" moral, en esa triste situación un Sócrates infeliz seguiría siendo preferible a un cerdo satisfecho, como acaba reconociendo, pese a todo, uno de los más preclaros representantes de la ética utilitarista, John Stuart Mill.

Tal es la enseñanza fundamental de la ética hipocrática. Hipócrates, fundador de la Escuela de Cos, isla del mar Egeo, vivió en el siglo V-IV a.C. Contemporáneo de Platón, enseñaba a sus discípulos que el médico es un hombre bueno, perito en el arte de curar, y les comprometía con un principio incondicional de conciencia que ha pasado a la historia de la medicina como paradigma del buen hacer: "Dispensaré un profundo respeto a toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural". Con esta frase, ciertamente, no se dice nada concreto sobre lo que hay que hacer, pero la actitud que preceptúa sí que tiene consecuencias muy concretas: "No dispensaré a nadie un tóxico mortal activo, incluso aunque me sea solicitado por el paciente; tampoco daré a una mujer embarazada un medio abortivo".

El juramento hipocrático no es un código de buenas prácticas, pero sí marca un límite negativo. El estado actual de las discusiones bioéticas, sin embargo, refleja una actitud para la cual el mencionado juramento habría de ser calificado poco menos de fundamentalista. No hay duda de que en la tradición hipocrática se ha consolidado como un tabú el valor de la intangibilidad de la vida humana o, por decirlo con toda precisión, de su "sacralidad". Tal valor no implica, como es natural, la prohibición de intervenir en la vida humana, sino el deber de hacerlo siempre "médicamente", es decir, con la intención de curar y, si esto no es posible, al menos paliar el dolor, acompañar al paciente y a sus familiares y tratar de sostenerles en las mejores condiciones posibles hasta que la vida se extinga naturalmente.

Desgraciadamente, la ruptura del tabú se consumó con las legislaciones que admiten el aborto provocado, con la consecuencia de que se otorga más valor a la decisión (choice) de un ser humano que a la vida de otro, pequeño quizá, pero humano: esto ya no es una hipótesis metafísica, sino una evidencia experimental. (Luego se legitimó la fabricación in vitro de seres humanos y, por fin, se ha planteado la destinación de embriones humanos para fines de investigación, con las alternativas del "reciclaje" o del "desecho"). Otra consecuencia: el trauma sociomoral derivado de que las legislaciones permisivas, aunque lo sean en la forma de despenalizar, generan en poco tiempo una conciencia de "normalidad". En efecto, en el subconsciente colectivo de todo sistema político democrático y liberal, todo lo que no está prohibido está permitido. Una consecuencia más: la relativización del carácter fundamental -fundamento de todo sistema político constitucional- de los derechos humanos, el primero de los cuales es el derecho a la vida.

¿Qué salida hay para recuperar la Bioética? Ante todo, devolverle su índole ética. Y para ello, rehabilitar el tabú -en el sentido de presupuesto indiscutible, e indiscutido- del carácter absoluto e incondicionado del deber de respetar la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. El filósofo alemán Anselm Winfried Müller llama la atención sobre los apuros argumentales en que puede verse quien, apoyado en su sentido común, entiende que dar muerte a un inocente siempre es rechazable, si ha de fundamentar demostrativamente que la vida humana es "sagrada" y, por tanto, resulta indisponible. Ahora bien, Müller convierte justamente esta debilidad retórica en una auténtica fuerza contra la relativización de la prohibición de matar. El valor incondicional de la vida humana no es argumentable; constituye, por el contrario, el fundamento de toda argumentación ética y la medida de su rectitud. Quien niegue esa indisponibilidad, lo que hace es no aceptar precisamente el criterio ético.

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domingo, 30 de agosto de 2009
José María Barrio Maestre

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