Autor: Carlos Alberto Gomez Fajardo
El ámbito universitario de Medellín ha tenido una refrescante visita académica con un mensaje de reafirmación del valor de la dignidad de toda persona. Cada “homo sapiens”, singular en cuanto es ser libre, es también “homo éticus”, alguien capaz de decidir acertadamente en lo que ha de hacer de su propia biografía o capaz también de hacerse el sordo y el ciego ante la realidad y optar por los caminos del desacierto y el egoísmo sin límites, con las consecuencias que se ven a diario en titulares de prensa, en cada rincón agitado por la violencia, la injusticia y el despojo.
Con sólidos argumentos y propuestas de carácter antropológico, Eduardo Casanova Ríspoli -internista uruguayo, doctorado en bioética luego de una dilatada experiencia en la práctica de la medicina de urgencia y cuidados críticos y en la docencia universitaria- ha visitado a Colombia y ha dado un buen espaldarazo y voz de ánimo a quienes se han empeñado en la afirmación de lo obvio: el marco de la convivencia social justa está enclavado en una actitud bioética que afirma el indeclinable respeto al valor del bien de la vida de cada ser humano, sin ninguna excepción, en la más coherente y fiel adhesión al principio clásico del “primum non nocere”: no hacer daño, inspirador de la práctica médica desde el siglo V antes de nuestra era. Casanova Ríspoli es un vigoroso convencido de la bioética personalista que difunde la original vocación hipocrática del acto médico como escenario del respeto y reconocimiento de la dignidad de todo paciente. Como observación añade que aquel tono respetuoso de inspiración milenaria trasciende el campo de acción de las áreas de la salud e impregna otros amplios ámbitos sociológicos que incluyen obligaciones de solidaridad, protección y acogida hacia los miembros más desafortunados o frágiles de la sociedad. Este argumento tiene su base en los aportes de los pensadores de la antropología filosófica del siglo XX que han entendido al hombre como una realidad de naturaleza personal con vocación de libertad-responsabilidad y con una natural tendencia al reconocimiento de su carácter trascendente. Bajo este método se aprecia la objetividad de los valores, la capacidad racional humana para discernir y optar por las decisiones prudenciales, y la conexión inseparable de los términos libertad-responsabilidad. El contraste es obvio ante el fantasma presente del utilitarismo que ve a la persona como cosa, como usuario-consumidor o como “homo económicus”, al tiempo que anula de modo arbitrario su horizonte religioso. Esto es lo propio de la frecuente doctrina laicista que predica el respeto y que simultáneamente convierte a la fe en objeto de burla y de descalificación sistemática, lo que alguien acertadamente llamara la “tolerancia intolerante”: se tolera todo pero no se tolera la fe católica. Casanova nos ha obsequiado su obra “Bioética, salud de la cultura”; critica al principialismo norteamericano (Beuchamp y Childress) en lo que atañe al concepto “autonomía-libertad” cuando es sólo un brote de carácter subjetivo inspirado en criterios de utilidad-placer (para Bentham lo bueno es lo útil y lo placentero) con las correspondientes consecuencias prácticas de disolución de criterios de vida en comunidad y de imposición de la arbitrariedad de los fuertes sobre los débiles. Las reflexiones del académico uruguayo han resonado en la escuela de humanidades de la UPB y en la Universidad de la Sabana (Chía), instituciones comprometidas con la labor de difusión y estudio de la antropología filosófica contemporánea. Son fundamentos necesarios para la lenta germinación de una cultura del respeto y de una actitud de amor por la realidad, imprescindibles ahora cuando los criterios de cultura (naturaleza, verdad, bien y justicia) suelen ser plantados en arenas movedizas en las cuales nadie sabe a qué atenerse. En el relativismo de moda todo son “opiniones” y se niega la capacidad de discernimiento racional entre lo bueno y lo malo, como si la vida consistiera en una interminable “hermenéutica”, en una errática y confusa interpretación de oscuros signos que son las divagaciones propias de la anticultura que niega obstinadamente la naturaleza y la verdad. Por ello con frecuencia las gentes suele exigir y reclamar “derechos” y con muy poca frecuencia recordar que a cada derecho corresponde un deber y que existe el deber básico de la formación individual de la conciencia para sustentar racionalmente el actuar prudente, responsable y libre, característico de lo humano.
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