sábado, 4 de abril de 2009

Células madre,aborto y "asesinato"

La jerarquía de la Iglesia ha reaccionado con dureza ante el nacimiento de un bebé que había sido seleccionado genéticamente para donar a su hermano las células madre de su cordón umbilical, que le harán posible superar una grave anemia congénita. La condena de la Iglesia se fundamenta en la selección de embriones que implica este proceso: es necesario elegir los embriones adecuados para el transplante, eliminando o congelando muchos otros que no lo son. Según los obispos, esto constituye una “práctica eugenésica”, ya que para conseguir el nacimiento de un niño ha sido necesaria “la destrucción de sus propios hermanos, a los que se les ha privado del derecho fundamental a la vida”. En la misma línea, la campaña publicitaria de la Iglesia contra la revisión de la ley del aborto ha llegado a contraponer la protección de especies animales como el lince con “el asesinato de niños” que según ellos implica el aborto.

Sin duda, se trata de temas discutibles, como casi todos. Pero habría que pedir a la jerarquía de la Iglesia que en la discusión pongan sobre la mesa sus verdaderos argumentos, que suelen ocultar cuidadosamente para disfrazarlos bajo la apariencia de una supuesta “ley natural” de la cual serían intérpretes autorizados.

La argumentación de los obispos confunde –me temo que intencionadamente– dos conceptos distintos: el concepto de vida y el de vida humana. Nadie niega que el embrión es un ser vivo. Pero la atribución de carácter humano a ese conjunto de células implica incursionar en un terreno que trasciende los datos que la ciencia puede proporcionar y que la Conferencia Episcopal resuelve aplicando sus propios principios teológicos. Y como sospechan que tales principios no son compartidos por la sociedad en su conjunto, prefieren ocultarlos bajo el concepto general de “vida”, cuya defensa siempre parece digna de elogio.

La creencia que sustenta esta concepción del hombre, que los obispos nunca explicitan, consiste en que para ellos lo que otorga carácter humano al cuerpo es la infusión por parte de Dios de un alma espiritual, de lo que técnicamente llaman una “sustancia incompleta”, que unida a la materia da como resultado un completo ser humano. De tal modo que la humanización no puede consistir en un proceso gradual: se tiene un alma o no se tiene. Y como la doctrina que ha predominado en la teología católica sostiene que el alma la infunde Dios al cuerpo en el mismo instante de la concepción, ya tenemos los fundamentos por los cuales un embrión invisible es tan digno de respeto como un bombero. Los obispos tienen todo el derecho a sostener la concepción del ser humano que prefieran. Pero llamar “niños” y “hermanos” a unas pocas células indiferenciadas que no se pueden percibir a simple vista implica, al menos, un supuesto antropológico sumamente discutible.

Quienes no compartimos esos principios pensamos que, así como la aparición del ser humano en la historia natural fue el resultado de un largo proceso en el cual no existió un momento mágico en el que el animal adquiriera súbitamente la condición humana, la transformación de un microscópico cigoto en un sujeto digno de respeto ostenta el mismo carácter gradual. El ser humano se va convirtiendo en tal durante los meses en los cuales pasa de unas pocas células hasta su completo desarrollo, sin que pueda indicarse un instante en el que empieza a gozar de los derechos que le son debidos. ¿Dónde está el límite? Quienes no suscribimos principios teológicos o metafísicos pensamos que en el tiempo que media entre la concepción y el nacimiento debe darse una protección legal y moral creciente a ese ser en formación a medida que va adquiriendo las características fisiológicas y psicológicas que definen la condición humana. Proceso que culmina con el nacimiento, cuando el nuevo ser humano goza de la plenitud de sus derechos. Y por ello muchos consideramos aceptable la manipulación de embriones y abogamos por una ley de plazos en la legislación sobre el aborto.

Porque, así como nos negaríamos a disponer de la vida de un recién nacido por consideraciones utilitarias, cualesquiera que fuesen, también rechazaríamos poner en peligro la salud de una madre o un niño ya nacido por un supuesto “respeto a la vida” que unas pocas células o un feto aún no viable no se merecen.

Y de paso, convendría recomendar a los señores obispos que moderaran su lenguaje. Calificar de asesinato la selección de embriones o cualquier forma de aborto no ayuda a mantener un debate civilizado sobre temas tan sensibles. Y mucho menos presentando como exigencias universales de una supuesta ley natural lo que no son más que opiniones de una determinada concepción religiosa.

Augusto Klappenbach es filósofo y escritor

Diario Público,20 de marzo de 2009.

1 comentario:

Arché dijo...

No siempre las cosas son lo que parece. Sobre todo cuando se pintan como interesa a lo que se quiere defender. Ni la posición de la Iglesia es tan metafísica o teológica como se dice en este artículo, ni deja de ser metafísica una posición que presupone unas "características fisiológicas y psicológicas que definen la condición humana".
No recuerdo a ningún cura explicando cuándo ni cómo Dios inyecta el alma en un sustrato biológico(ni explícita ni implícitacitamente). Tampoco recuerdo a nadie dibujando la fisiología y psicología de la "condición humana" sin recurrir a la metafísica. Pongamos las cartas boca arriba.
La Iglesia lo que está haciendo es apoyar su teología en la ciencia, mientras que en la posición expuesta en este artículo, sería la ciencia la que se superpone a un presupuesto metafísico. En un caso se dice: la ciencia afirma que el cigoto es un ser vivo individual, entonces tiene alma. En el otro se dice: las características del adulto son las que distinguen y dan valor al ser humano, y la ciencia nos muestra que esas características se van constituyendo gradualmente.
Esto es el mundo del revés. La teología siempre fue amiga de los antropocentrismos. La criatura predilecta de Dios debía ser la más perfecta; la que se distingue de las demás por alguna cualidad especial: la razón o la conciencia. Esas serían el reflejo del alma. Me choca que sea la Iglesia la que admita que un grupito de células imperceptibles y homogéneas sea un ser humano. Más aún, creo que lo dice con la boca pequeña. A menudo pesa más el embrión por lo que todavía no es, que por lo que es. Y pesa también que se vea la eliminación del embrión como la obstaculización de los planes de Dios. No hace mucho que lo de tener hijos era una decisión que se dejaba en manos de la divina providencia. Así que teniendo otros motivos para defender el respeto de la vida del embrión, me llama la atención que el principal sea aceptar que ese embrión es como cualquiera de nosotros: un ser humano. Dicen que en esa célula inicial comienza la vida de cada uno de nosotros. En otro tiempo ante una afirmación así, se habría gritado ¡Sacrilegio!. ¿Ese montoncillo de células una persona? ¡Qué insulto! Ya fue un insulto decir que procedemos de los monos, ¿cómo no sería un insulto proceder, o incluso ser, un montoncillo de células indiferenciadas? Claro que en aquellos tiempos no se sabía eso de las células. Ahora sabemos mucho de las células y un poco sobre los embriones y el desarrollo. Este nuevo conocimiento podría transformar nuestras antropologías. Y resulta que vino a ser la Iglesia la que menos oposición ha ofrecido a un concepto de persona tan libre de prejuicios como para admitir que lo sea un montoncillo de células. Quizá tuvo otras motivaciones para admitirlo, pero el caso es que parece que lo ha admitido. En cambio los que no lo pueden admitir ni en broma, se aferran a los conceptos más rígidos de persona como aquella capaz de pensar, de ser consciente, de ser sensible o de relacionarse con otros. El núcleo del antropocentrismo que antaño se aplicaba a las especies, se aplica ahora al individuo. En el centro la forma del adulto humano y, por cuanto la forma se diferencie más, el resto de estados del desarrollo se van alejando gradualmente en círculos concéntricos. De repente los adversarios de la Iglesia se convierten en antropocentristas radicales. ¿Acabaremos de nuevo en el Siglo de las Luces y reinstauraremos el Imperio de la Razón? Por el camino vamos.
Entiendo las sospechas de que tras la defensa que hace la Iglesia de los embriones se escondan otras intenciones. No era habitual que la Iglesia fuera tan progresista como lo está siendo ahora en este asunto.

Publicar un comentario