lunes, 27 de abril de 2009

Fundamentos filosóficos de la ilicitud del aborto.

Autor: Agustín Basave Fernández del Valle*

Fecha de publicación: Julio 09, 2007 por Revista Per Se



*Doctor en Filosofía y en Derecho, Doctor Honoris Causa en Ciencias Humanas. Autor de más de 30 obras literarias en las áreas de Filosofía, Derecho, Literatura y Educación, las cuales se han traducido a siete idiomas, además fue Presidente Honorario Vitalicio de la Sociedad Mexicana de Filosofía.

1.- Fundamentos metafísico-antropológicos;
2.- Fundamentos éticos;
3.- Examen del problema del aborto a la luz de la filosofía moral.

1.-Fundamentos metafísico-antropológicos

Quisiera destacar y analizar determinados aspectos del aborto que, en la mayoría de los casos, suelen quedar en sordina. Empezaré por replantear cuál es la más radical condición del hombre y si el conjunto de argumentos para justificar todos o algunos de los casos de aborto están o no de acuerdo con la cabal naturaleza y dignidad del ser humano. La ausencia de fundamentos metafísico-antropológicos denotaría falta de hondura.

El fundamento último de la dignidad humana hay que buscarlo en la peculiar y singularísima relación que une al hombre con el Ser fundamental y fundamentante, con la Suprema realidad irrespectiva. Un nexo de amor concluye y cierra la grandeza de ese ser concreto -único, hasta ahora, en el universo visible- que llamamos hombre. “Alguien delante de Dios y para siempre”, como apuntaba Kierkegaard. Alguien que desde el mismo instante de su concepción en el seno materno estaba destinado a ser un eviterno interlocutor del amor divino. Alguien, persona humana actual –aunque tenga diferido el ejercicio normal de las facultades superiores del espíritu- en la conjunción del óvulo y esperma, que debiera ser sujeto y objeto de amor y no de técnica abortiva; porque es un ser humano, porque tiene derecho a la vida –con capacidad de goce aunque no de ejercicio de sus derechos- y porque carece de culpa personal por cualquier desmán, atropello, violación o problema de sus progenitores.

La dignidad del genituro no puede sacrificarse ni siquiera en el caso del aborto denominado terapéutico. Ante la vida humana nos situamos bajo el signo de respeto –porque nos ha sido dada-, y no de dominio o manipulación de una técnica alienada, demente, sin brújula ética.

La anulación óptica del amor a la persona que no sólo es, como se ha dicho en clásica definición, substancia individual de naturaleza racional, sino centro de amor e imputación amorosa, configura intrínsecamente el procedimiento técnico del aborto como un acto criminal que involucra a sujetos activos y a cómplices. El aborto ciega la vida del embrión o del feto, lesiona gravemente la dignidad y la honestidad de las personas que lo provocan y constituye una ofensa contra la índole personal del Ser supremo. El “ordo amoris”, único adecuado a la grandeza y dignidad de la persona, se ve reemplazado –de modo incondicional y absoluto- por la sinrazón de la técnica o tecnología asesina.

2.- Fundamentos éticos

La vida humana tiene una textura ética. No se trata de algo que se puede o no se puede tener, sino de que la existencia del hombre, antes de ser honesta o inhonesta, es moral. En este sentido, cabe hablar de la moral como estructura, antes que de la moral como contenido.

Las acciones humanas, para ser verdaderamente humanas, tienen que tener justificación. En tanto en cuanto el hombre prefiere la realidad buena, queda justificado. La justificación como ajustamiento a la realidad es lo que Zubiri llama la moral como estructura. La justificación como justicia (norma ética) es la moral como contenido. Personalmente pienso que la ética constituye un capítulo esencial de la Antropología Filosófica, puesto que el hombre tiene una dimensión ética constitutiva e insoslayable. La forma suprema de la moralidad “sub ratio” es la referencia al sentido último de la vida. La relación del hombre con su fin y la relación del acto con su objeto constituyen la doble relación de la moralidad. La sindéresis nos dicta lo que, en general, debemos hacer y lo que debemos omitir. La conciencia aplica la regla general al caso concreto. Por eso se dice que la conciencia es la norma próxima de moralidad. Pero la conciencia debe estar informada por la ley natural. Porque la conciencia no dicta soberanamente la ley a sí misma, sino que se limita a aplicarla mejor o peor. ¿Cómo se determina entonces lo que es bueno y lo que es malo? Santo Tomás contesta a esta pregunta diciendo que por la ley natural. La Ley Natural es la participación de la ley eterna en la criatura racional. Cabe decir, en buena tesis, que la ley natural restringe la voluntad ilimitada y constituye, en consecuencia, un dictamen preceptivo. No es que funde el ser moral, sino que lo presupone. La realidad humana es constitutivamente moral. En rigor, un acto puede ser deshonesto, pero nunca inmoral. La ética tiene como objeto formal el estudio de los actos en cuanto buenos o malos; los hábitos en cuanto virtudes o vicios; las formas de vida desde el punto de vista moral y lo que a lo largo de la vida hemos querido y logrado o malogrado ser hasta el instante de la muerte. Bondad y malicia penden de la recta razón. Es preciso considerar el acto en su realidad plenaria.

La vida humana, haciéndose día a día, va configurando el ethos. Llevamos, cada uno de nosotros, el peso de la vida eterna configurada moralmente. Nuestras virtudes y nuestros vicios nos inclinan a unos actos o a otros, facilitan o dificultan la virtud. Lo importante, al final de cuentas, es lo que hemos hecho con nuestra vida y con la vida de los otros. El ethos sólo puede configurarse a través de los actos y los hábitos.

El bien es la perfección del ente, lo que de un modo o de otro le conviene, le es debido. El mal es la imperfección del ente, la carencia de aquello que se le debe. La ética considera voliciones libres en su contextura moral, es decir, en cuanto están encaminadas a realizar el bien que engendra hombres honestos.

La vida es nuestra en cuanto la vivimos, la ejercemos, pero no es nuestra en cuanto nos viene dada. Ni yo ni los otros hacíamos falta. Estamos en la existencia por la amorosa voluntad de quien hace que haya vida. Nuestra vida es, en este sentido, una dádiva de amor que nos compromete a vivir amorosamente.

La vida se opone a la destrucción desde ella misma. Vive lo que se mueve inmanentemente, por sí mismo. El organismo vivo está más allá de las combinaciones posibles de las fuerzas físico-químicas. La existencia humana no es una colección de substancias específicas distintas, sino una especie completa a la vez corpórea, viviente, sensible y racional. El principio vital o alma reúne y organiza los elementos bio-químicos para la integración del cuerpo. Es principio de acción intrínseca. Como cuerpo, el hombre está sometido a las leyes cosmológicas (físicas, químicas, biológicas) y regido por ellas, pero como persona se autosomete a las leyes noológicas del espíritu (leyes lógicas, imperativos morales, constantes históricas). Tenemos conciencia de nuestra vida, experimentamos nuestra historia y nos afanamos por la plenitud subsistencial. El hombre, desde su primera hora, es una esperanza de ser más. Es el todo teológico del ser humano, nuestro cuerpo es escenario y campo de expresión del espíritu.

Hasta aquí un preámbulo necesario sobra la ética y sobre la estructura ideo-existencial del hombre –en apretada síntesis- que nos permitirá plantearnos el problema del aborto voluntario.

3.- Examen del problema del aborto a la luz de la filosofía moral

Todo ser, en cuanto es –afirma Baruch Spinosa en la tercera parte de su Ética- tiende a perseverar en su ser. Yo doy un paso más y siento como axioma, en la antropología filosófica, que todo ser humano en cuanto es, tiende a ser en plenitud. El embrión es persona y es vida humana en gestación y tiende a perseverar en su ser con un signo de plenitud. Mientras más profundizamos en la muerte, más advertimos su carácter de truncamiento en el sentido de que la vida tiende a seguir viviendo. La muerte es la disolución brutal de la unidad viviente. Es liquidación existencial. El óvulo fecundado por el esperma –semilla humana- es producto heterosexual con tendencia a perseverar y a alcanzar la plenitud humana. En el huevo humano o en el feto viable ya hay vida. Pueden advertirse operaciones nutricionales, metabolismo y autoteleología en cualquier embrión humano. Con la madre sólo está vinculado extrínsecamente. No cae decir que el huevo humano, o el feto, es un pedazo de la madre, una excrecencia o derivación de su cuerpo. Trátase de una individualidad nueva, de algo distinto al ser materno, con propio código genético. Los partidarios del aborto también fueron óvulos fecundados, y niños, y adolescentes antes de ser adultos.

Llámase aborto a la interrupción del embarazo antes de la viabilidad fetal con expulsión del producto heterosexual y sus membranas. Dejemos a un lado el aborto involuntario, debido a sus causas patológicas, que no interesa en el examen ético. Quedémonos con el aborto provocado, intencional, voluntario. No importa si se le llama terapéutico, profiláctico o eugenésico, lo que cuenta es la deliberada voluntad de provocarlo. Para no entretenernos demasiado en el análisis de estos tipos de aborto, bástenos decir que el aborto terapéutico encubre, la mayor parte de las veces, abortos innecesarios, y que las indicaciones médicas para abortar han desaparecido prácticamente como justificatorias. Resulta grotesco considerar al embrión o al feto como un enemigo de la madre, que es preciso asesinar.

Tampoco cabe matar –aborto eugenésico- por defectos somáticos o psíquicos transmisibles hereditariamente. El asesinato es asesinato lo mismo si se comente en un ser normal o un ser defectuoso. Se habla también del aborto “por razones éticas o sentimentales” –desafortunadamente terminología utilizada por Jiménez de Azúa- para justificar el que la mujer comete para interrumpir un embarazo que no fue de su agrado (violación).

Históricamente el aborto ha sido combatido, la mayoría de las veces, aún en los casos de rapto, violación, incesto, honor personal. El Código de Hammurabi castigaba el aborto con sanciones económicas y, en ciertos casos, hasta con la muerte. Asirios y babilonios promulgaron leyes análogas a las de los hititas. Los egipcios protegieron el embrión humano. La literatura de los vedas, en la India, el Código de Manú y el Zend-Avesta, en Persia, condenaron enérgicamente el aborto. Licurgo, el legislador espartano, consideraba detestable a la mujer que abortaba. Hipócrates condenó, por igual, los anticonceptivos y el aborto. El Derecho Romano en la época de decadencia del Imperio, permitió el aborto pero, posteriormente, se reacciona y se califica el aborto como hecho indigno y dañino para la sociedad. El cristianismo siempre ha condenado el aborto en cualquier momento del desarrollo del producto. La animación del huevo humano, como justamente advertía San Basilio, es inmediata. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la escalada mundial para legalizar el aborto es un síntoma de hedonismo y de la aguda crisis moral que padece la humanidad de nuestros días.

La norma “no matarás” es una norma de Derecho Natural. Quiero decir que es una norma cognoscible por la sola razón natural del hombre y congruente con su cabal naturaleza individual y social. Norma evidente, suprema, inderogable. El aborto absolutamente libre y a simple pedido es intrínsecamente malo por constituir un asesinato.

Esta lacra social no puede ser justificada jamás. Si se nos quiere hacer creer que matar es una práctica moralmente lícita, en el caso del aborto, como supuesto derecho de autodeterminación de la mujer, habría que abdicar de las pautas morales y de la humanitas misma. Es feto es un ser vivo homonizado. Ni la madre ni nadie puede ostentarse como dueño o propietario de ese ser vivo homonizado. Matar al embrión o al feto no es disponer libremente del propio cuerpo. Porque el cuerpo de la mujer sólo es albergue, lugar donde se desarrolla el producto de la concepción. No hay derecho a disponer de vidas ajenas, como no hay derecho a quitarse la propia.

La moral y Derecho Natural protegen toda clase de bienes. Si se protegen los animales y las semillas de cereal, ¿por qué no habrá de protegerse la semilla humana? “¿Bajo qué escala de valores nos deberíamos de colocar –pregunta Eugenio Trueba Olivares- para aprobar el aborto, so pretexto de que el huevo humano no vale nada por constituir sólo una indeseada protuberancia de la mujer? Por otra parte, es falso que la persona tenga irrestrictas facultades de disposición sobre sí misma o sobre sus partes. Lícitamente nadie debe causarse daño a sí mismo y la mutilación está también prohibida. De suerte que el argumento que analizamos tampoco vale por estos motivos, además de que nadie podrá aceptar que la madre que aborta se mutila, lo cual es otra prueba de que un hijo en formación no constituye realmente parte de su cuerpo”(1). La repulsión misma a ser madre no puede ser causa moralmente justificada para destruir a un ser vivo. Un ser vivo que tiene derecho a vivir aunque no haya pedido su existencia, un ser vivo que la insobornable naturaleza ha confiado al seno materno, un ser vivo cuya vida no puede quedar sujeta a nuestro arbitrio o a nuestro capricho. La bondad o la maldad del aborto no dependen de eventuales o cambiantes deseos, ni de circunstancias ni situaciones. La sacralidad de la vida humana está más allá de la pura decisión personal. La voluntad no es la fuente de la normatividad. Los valores no dependen de la fantasía ni del deseo. Y el crimen produce caos, ulcera la vida de convivencia, introduce el caos y el remordimiento.

Ser pobre no es un delito. La pobreza es indeseable, pero no lo es el que la sufre. No puede matarse a un ser indefenso, so pretexto de la pobreza. Toda vida, en cuanto ser en acto, es en sí misma un bien, aunque tenga que enfrentarse a no escasas dificultades para su cabal cumplimiento. Matar a un feto por temor a las condiciones futuras de vida es asesinar una riqueza vital henchida de posibilidades. O respetamos la vida desde que es vida, esto es, desde el embrión, o la matamos antes de que abandone el útero materno o después. Ciertamente un hijo puede ser fuente de preocupaciones, pero también genera los más íntimos goces, las más hondas ternuras, la más noble adhesión y la más indestructible solidaridad. El nacimiento de un hijo no se mide por criterios utilitarios. Tampoco se puede matar a un hijo por una mal entendida compasión. No son las clases pobres las que más recurren al aborto, según indican las estadísticas, sino las clases media y económicamente fuerte.

Se suele argumentar –torpe argumento- que es preciso admitir la licitud del aborto cuando se tiene la conciencia de la importancia del niño en la sociedad. “¿De cuál niño si se le ha impedido nacer? ¿Las mujeres que no abortan y que permiten que su hijo nazca, son las que han creado conciencia de su importancia?”(2).

Gobiernos moralmente poco escrupulosos levantan la prohibición legal del aborto en aras de la profilaxis y para evitar la clandestinidad. Se habla, en tono dogmático, de la “fuerza de los hechos”. Pero bien sabemos que la conducta ilícita no deroga la norma, que la pretendida “fuerza de los hechos” no puede transformar lo malo en bueno, que el asesinato no deja de serlo por su grado de facticidad. Una vida vale por lo que intrínsecamente es y no por la voluntad de los padres, de los médicos o de los legisladores. La exigencia normativa del precepto “No matarás” no cesa porque se establezcan clínicas higiénicas o sucias clínicas clandestinas. Aunque haya millones de abortos nunca habrá, razonablemente, millones de motivos para seguir asesinando. Todos los abortos habidos y por haber no derogan las normas morales. Todos los días se cometen delitos de homicidio, de robo, de fraude y a nadie se le ocurre derogar las normas penales que los proscriben. Si se llama la “fuerza de los hechos” a la industria del aborto en algunos países, no habrá diferencia entre la sociedad humana y la selva. Acaso en la selva habría mayor fidelidad a la naturaleza, porque nunca encontramos abortos inducidos en las hembras.

El aborto ha cobrado más víctimas que la guerra, a decir del doctor Seymour Kurtz. Los horrores de la industria del aborto son descritos, de manera patética, por Michael Litchefield y Susan Kentish, en un estudio intitulado “Niños a la Hoguera”. He aquí un significativo texto: “La clínica es como un matadero. Las jóvenes son colocadas en filas y se les hace abortar una tras otra, en forma de que ven y oyen lo que les están haciendo a las que las preceden en la cola… Los médicos y las enfermeras se mueven en un charco de sangre que salpica hasta las paredes. A los fetos, niños en miniatura, se les deja caer al suelo desde el vientre de la madre. Nadie los recoge y las que vienen atrás pueden contemplar las consecuencias de tal carnicería. Sólo cuando llega la noche se procede a limpiar la sala. Para entonces, toda ella está cubierta de sangre y de fetos. Luego se deshacen de ellos quemándolos”(3).

¿Es el aborto en sí mismo algo positivo y bueno? Jamás he encontrado la afirmación de la bondad intrínseca del aborto, que equivaldría a la bondad intrínseca del asesinato, ni siquiera en los que piden su legalización.

Vivimos en épocas de crisis. Hemos perdido, en buena parte, el sentido crítico, el ejercicio lógico, y nos hemos desmoralizado radicalmente. En medio de una sociedad hedonista, blandengue, pragmática, egoísta, se presenta un desquiciamiento de las costumbres, un desenfreno de tipo sexual, una justificación de las debilidades humanas, una obsesión grotesca del sexo y una práctica cotidiana de la violencia. Por eso se habla de la “insurgencia”, del “salvaje innoble”, del “simio en calzones”, como lo llama Duncan Williams. No sólo estamos dilapidando el legado moral y cultural, ladrillo por ladrillo, sino que estamos tratando de justificar la destrucción. No es el hombre el que debe estar sujeto al instinto sexual, sino el instinto sexual es el que debe estar sujeto al hombre. Por algo Scheler denominó al ser humano como “el único animal asceta de la vida”. El único que le dice “No” a la naturaleza. Y no es que tratemos de satanizar el sexo, sino tan sólo de ponerlo al servicio del amor personal. No es de extrañarse que en una civilización radicalmente hedonista, sensualista y sexualista cunda el aborto y se multipliquen las pretendidas justificaciones. El tráfico hedonista egolátrico y del erotismo degenerado hace sus víctimas, pero no deroga los imperativos morales. Ni el placer, ni el deber por el deber, sino el placer y el deber por la persona y para la persona cara a su último fin.

Desde su alto sitial, Paulo VI expresó en la Encíclica Populorum Progressio: “Muchas naciones económicamente más pobres, pero más ricas en sabiduría, pueden prestar a las demás una extraordinaria utilidad. Mientras contengan verdaderos valores humanos, sería un grave error sacarificarlos a aquellas otras. Un pueblo que lo permitiera y con ello lo mejor de sí mismo, sacrificaría para vivir sus razones de vivir”. Los pueblos hispanoluso-hablantes aún atesoramos valores y sabiduría vital que podemos ofrecer, sin sospechas de ambiciones hegemónicas de poder, a otros pueblos. Es hora de que animemos la conciencia axiológica de los nuestros y de quienes pertenecen a otras culturas pero tienen una misma igualdad esencial de naturaleza, de origen y de destino.

La muerte de un ser humano inocente no puede justificarse jamás ante la religión, ante la ética, y ante el Derecho natural. En la fecha en que se conmemora el día de los santos inocentes asesinados por órdenes de Herodes, Juan Pablo II quiso fustigar las prácticas abortivas hablando a 600 médicos italianos que se han negado a realizarlas pese a la ley que las autoriza: “Quiero expresar mi sincera admiración –dijo el Sumo Pontífice en su alocución del 28 de diciembre de 1978- por todos los saludables esfuerzos que, siguiendo los dictados de sus conciencias, realizan los médicos, resistiendo diariamente las tentaciones, las presiones, las amenazas y también la violencia física, para no mancar a través de su comportamiento, en alguna forma dañina, el bien sagrado que es la vida humana”.

El derecho a la vida es anterior y superior a cualesquiera leyes positivas. La vida no es un fin en sí, sino una misión, un don condicionado. En consecuencia, no podemos segarla ni truncarla a nuestro arbitrio. La vida vale por su capacidad de entrega, de sacrificio, de servicio a bienes superiores. El derecho a la vida es el derecho a mantener y desarrollar nuestra existencia y a respetar el derecho a la vida de los demás. La muerte ocasionada directamente al huevo humano o al feto, por decisión personal, constituye un claro ataque y negación del derecho a la vida. Ese nuevo ser que está gestándose, en el seno materno no nos pertenece. El dueño supremo de ese ser no es el hombre, sino el Ser fundamental y fundamentante, la Suprema Realidad irrespectiva, Dios.

La licitud del aborto implicaría un derecho sobre la vida ajena completamente arbitrario. Acarrearía la descomposición social y moral, con la consiguiente negación de toda vida que ajuste a pautas racionales. El feticidio, la embriotomía y el aborto directamente provocado implica un homicidio anticipado –si el feto es aún inanimado- o un homicidio actual, porque la vida comenzó en el claustro materno.

Quienes provocan el aborto a la mujer que se haya en estado de gravidez, con sus malos tratos, o quienes le exigen a esa mujer un trabajo o esfuerzo excesivo, no están exentos de culpa. Resulta lícito administrar a la madre un remedio directamente curativo, en caso de necesidad, aunque ese remedio pudiera ser indirectamente nocivo para el feto. Lo que no autoriza la moral es provocar directamente el aborto ni practicar la craneotomía.

Es fundamento del respeto a la vida se haya en la moral natural. Ese fundamento es el soberano dominio de Dios, nuestro carácter de criaturas. Como criaturas recibimos la vida para realizar una misión personal, incanjeable, intransferible. El perfeccionamiento singular de cada persona está ligado al perfeccionamiento del género humano, el hombre debe luchar por su supervivencia y por la supervivencia de los otros para realizar su misión. Si el hombre no es el autor de la misión, tampoco es dueño de truncar su término. La vida debemos aceptarla por todo el tiempo que nos la deje el orden natural. En ese orden natural actúa y manifiesta su voluntad el Ser fundamental y fundamentante.

Hagamos votos porque se forme una conciencia universal en torno al aborto como uno de los mayores crímenes contra la humanidad. Esperemos que la comunidad internacional tipifique alguna vez ese delito como de carácter interestatal. Mientras no se borre ese homicidio de inocentes de las conciencias y de las leyes, no podrá haber paz genuina ni justicia completa.

¡Bienaventurados los constructores de la vida, los que salvan su conciencia o con su consejo otras vidas, los que exaltan lo sagrado que hay en la criatura marcada con el sello de un alma inmortal! La paternidad responsable es el camino que salvaguarda la dignidad de la vida humana. Contrarrestemos la marea de sangre provocada por las naciones que han decretado la licitud del aborto, con la apasionada defensa de la maravillosa, varia y cautivante hermosura de la vida humana. Esa vida que fue creada, como lo advierte el genio colosal de San Agustín, “para que conociera el Sumo Bien, y conociéndolo, lo amara, y amándolo, lo poseyera, y poseyéndolo, lo gozara”. Cada criatura humana es un Alter ego que merece nuestro respeto y suscita nuestro amor. Resguardar vidas en este status viatoris, camino hacia nuestro status comprehensoris, es un singular privilegio del hombre.


Notas:
*Artículo aparecido en el número 5 de la revista de la Sociedad Mexicana de Filosofía en junio del 2001.

(1) Eugenio Trueba Olivares, “El Aborto”, p. 50, Escuela de Derecho, Universidad de Guanajuato.
(2) Eugenio Trueba Olivares, Ibid, p. 62.
(3) J. Esteban Persuca: “Nuestro Tiempo”, artículo publicado en mayo de 1977.


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