El principlismo en Bioética: una crítica.
Antonio Pardo
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Artículo publicado en Bioética y Ciencias de la Salud 1997; 2 (3): 22-9.
Índice
Introducción ..............................................................................................................1
La filosofía política clásica .......................................................................................2
La ética clásica......................................................................................................4
Resumen................................................................................................................5
La filosofía política moderna ....................................................................................5
Los principios de la Bioética.....................................................................................7
Autonomía ............................................................................................................8
Beneficencia..........................................................................................................8
Justicia ..................................................................................................................9
La ambigüedad de los principios ............................................................................10
Autonomía ..........................................................................................................10
Beneficencia........................................................................................................10
Justicia ................................................................................................................11
Los principios y la realidad.................................................................................11
Algunas precisiones ulteriores ............................................................................12
Valor y límites de los principios .............................................................................13
Una ética que afecte a la persona ............................................................................14
Introducción
Cualquier publicación médica reciente que analice los aspectos éticos de la actuación
biomédica se remite a una serie de principios éticos, los de autonomía, beneficencia, no
maleficencia y justicia. Estos principios, presentados en sociedad por Beauchamp y
Childress (Principles of Biomedical Ethics. New York, Oxford University Press, 4ª edición
de 1994), fueron acogidos con gran éxito entre la profesión médica en Estados
Unidos y, de allí, han ido permeando la ética profesional que se hace por el mundo. La
razón de su éxito fulgurante reside en que proporcionan un enfoque práctico, una especie
de recetario, para solventar los aspectos éticos de la actuación profesional. Al no entrar
en cuestiones debatidas de fundamentación moral, su empleo no exige gran capacidad
de abstracción. Acudir a ellos como colofón de un artículo profesional resulta una
cuestión sencilla, casi rutinaria.
No existe un nombre acuñado en castellano para designar este modo de hacer bioética.
En el título de este artículo apuntamos el de principlismo, derivando este neologismo
del término inglés principle, principio, pues el término correspondiente derivado del español,
principismo, parece tener más relación fonética con el vocablo príncipe que con
el vocablo principio.
Normalmente, los principios de la bioética han sido etiquetados como principios seculares.
Esta denominación no es casual, puesto que han aparecido, en buena medida,
como contrapunto a orientaciones éticas de inspiración religiosa, lo que en Occidente
quiere decir cristiana. De hecho, ya la obra que los difundió afirma explícitamente la
vocación secular de los principios. De alguna manera, el principlismo es vocacionalmente
postcristiano.
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En esta exposición analizaremos sus debilidades y sus virtudes, que también las tienen,
aunque son más las primeras que las segundas, y ofreceremos, por último, los puntos
básicos que debe mantener una alternativa más razonable y más adecuada al ser del
hombre.
Pienso que, para entender cabalmente la cuestión de los principios de la Bioética,
antes que hablar de ética, necesitamos hablar de filosofía política. Porque, aunque puedan
parecer cuestión reciente, los principios de la bioética se remontan a los orígenes de
la filosofía política moderna.
En este sentido, debo recomendar vivamente un par de obras de Leo Strauss: ¿Qué es
filosofía política? (ed. Guadarrama) y, especialmente, Natural Right and History (Chicago
University Press). Este autor, judío alemán exiliado a Estados Unidos antes de la 2ª
guerra mundial, reflexionó sobre las cuestiones básicas de la vida en común de los hombres
a raíz del giro intolerante de una sociedad democrática, como fue la Alemania entre
guerras. Sus reflexiones, especialmente las vertidas en Natural Right and History, aunque
contienen algún elemento discutible, suponen una certera vuelta a la inspiración de
los clásicos, al derecho natural y a la moral basada en la aceptación de un principio básico:
existen acciones naturalmente mejores que sus contrarias.
Pero no adelantemos acontecimientos. Para poder enfocar de modo adecuado la situación
actual en bioética, pienso que es necesario remontarnos a las ideas clásicas, para
poder así apreciar de modo más claro las diferencias con las ideas modernas para, por
último, pasar a juzgar estas últimas.
La filosofía política clásica
Aunque resulta un poco arriesgado, intentaré dar unas pinceladas de las líneas maestras
del pensamiento clásico sobre la vida en común de los hombres.
Como primera idea, conviene subrayar que los clásicos entendían que la vida en común
de los hombres resulta indispensable. En primera instancia, sobre todo desde el
punto de vista actual, esa necesidad de vivir en común es evidente: si los hombres no
nos estructuramos en una sociedad, repartimos las cargas laborales, nos especializamos
unos en unas cosas y otros en otras, el resultado será poner en serio peligro la supervivencia.
Es necesario defenderse de las fieras, cazar o cultivar el campo mientras se cuida
de los hijos, etc. Para poder hacer todo eso, hay que organizarse, llegar a un entendimiento,
que resulta beneficioso para todos. En suma: la vida en común es indispensable
para conseguir ciertas cosas típicamente humanas, concretamente, las cosas necesarias
para la vida biológica (la comida, el cobijo, etc.). Al fin y al cabo, somos seres biológicos,
y tenemos unas necesidades biológicas que satisfacer para vivir.
Sin embargo, los clásicos se dieron cuenta de que, además, la vida en común de los
hombres tiene otros objetivos que superan la biología, precisamente porque el hombre
no es mera biología (aunque, para los clásicos, esto fue una elaboración teórica posterior
a un modo de vida). Así, Aristóteles (s. IV a.C.), en su Política, afirma que, al principio,
los hombres vivieron juntos para satisfacer las necesidades de la vida, pero ahora viven
juntos para vivir bien. Reconoce de este modo esos objetivos biológicos que tiene la actividad
humana, y que sólo se pueden alcanzar mediante la vida en común.
Pero apunta, simultáneamente, que, aunque es obligado que el hombre se ocupe de
las cosas necesarias para su vida biológica, su actividad más típica no puede ser la que
tiene en común con los animales. El objetivo fundamental debe de ser un cierto perfeccionamiento
del hombre en lo que tiene de peculiar, y a eso le llama la vida buena, tema
recurrente en la ética de inspiración clásica desde entonces. Esa vida buena coincide con
la vida más propiamente humana, que no se construye satisfaciendo necesidades bioló3
gicas, sino desarrollando, con la ayuda de los demás, las capacidades propiamente humanas.
Así, sólo mediante la educación y la influencia mutua en sociedad somos capaces
de alcanzar lo mejor de nosotros mismos. Y, en sociedad, muchas actividades se
orientan exclusiva o preferentemente hacia este objetivo: la técnica, el arte, la literatura,
el derecho, la justicia, la guerra, etc., sólo existen entre los hombres.
Tan grabada tiene Aristóteles esta idea básica que llega a afirmar que quien vive solo,
o es un dios o es una bestia. En efecto, ni dioses ni bestias tienen necesidad de sus compañeros
de especie para alcanzar su vida perfecta: los dioses porque ya son perfectos, y
los animales porque no tienen ninguna perfección que alcanzar aparte de la meramente
biológica, y para alcanzar ese objetivo ya están suficientemente dotados por la naturaleza.
Además, hablar de sociedad animal es un contrasentido, porque lo más que hay en
ellos es ayuda instintiva, o instinto gregario, pero no una relación hecha de comunicación
de una intimidad, como sucede en el caso del hombre. Los animales no tienen ámbito
de lo íntimo o personal ni, por tanto, sociedad en sentido estricto.
Esa ayuda mutua para alcanzar la vida humanamente perfecta tiene lugar en la vida
común de la polis (es la vida política o ciudadana) y tiene como objetivo fundamental
esas cuestiones que están por encima de lo meramente biológico. Cada ciudad (cada país,
diríamos hoy) tiene, por esto, un derecho característico, unas costumbres, unas tradiciones,
etc., que configuran el estilo de vida que le caracteriza. Todo esto, aunque se
pueda tejer alrededor de necesidades biológicas (por ejemplo, tradiciones culinarias), no
es biológico, sino típicamente humano (por seguir con el ejemplo de la culinaria, los
animales no guisan).
Lógicamente, esa vida política en común supone limitaciones: uno no puede hacer lo
que quiera, como muchas veces se pretende modernamente. Hace no mucho, oí comentar
a un muchacho, carne de discoteca, que prefería las discotecas de Madrid a las de
Pamplona, porque en las de aquí ya se conocen todos. Esta declaración es una manifestación
de insociabilidad.
Porque los clásicos entendían que vivir con los demás hombres no es un mero estar
juntos, como las vacas que pacen juntas en un prado, que no forman sociedad (el ejemplo
es nuevamente de Aristóteles), sino estar juntos para la ayuda mutua en las cosas
humanas. El ciudadano vive para la ciudad, para los demás. Está obligado a defenderla
en la guerra, a ejercer su turno de juez, etc., sin retribución alguna. El nexo de unión de
la ciudad es una preocupación mutua, la philía, el amor de amistad que une a unas personas
con otras, y que las lleva a preocuparse de las cosas de los demás y a buscar su
bien.
Esa vida en común de los hombres no es sin más una asociación para vivir juntos, sino
para alcanzar el modo de vida más humano, el más excelente. Por esta razón, no se
puede equiparar una sociedad con una banda de ladrones. Mientras la primera tiene la
ética como guía y límite natural de la actuación en común, la segunda carece de ética.
Mientras en la sociedad sana el objetivo es el bien de los ciudadanos, su perfección humana,
en la banda de ladrones el objetivo es el mal o el vicio de la avaricia.
Esta referencia a la vida social, a las interacciones entre las personas, es necesaria
como prolegómeno a las cuestiones de Bioética. A fin de cuentas, la atención médica es
una interacción entre personas y, como tal, debe poder juzgarse por la rectitud del objetivo
común que se pretende. Dicho de otra manera: la atención sanitaria es vida política,
y, como ésta, está sujeta a un baremo ético.
Queda, por tanto, intentar un breve resumen de las ideas madre de los clásicos acerca
de esa vida excelente, que es el baremo ético para juzgar a un conjunto de hombres como
sociedad sana o como agrupación censurable por sus objetivos desquiciados o sus
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vicios. Omitiré, como es lógico, cuestiones que, aunque muy en boga en otras épocas,
serían de difícil intelección hoy día, dada la conformación, muy diferente, de la sociedad.
Este extracto será necesariamente incompleto, y falto de matices, pues resumir implica
dejar sin tocar aspectos que pueden ser interesantes, aunque no nucleares; el apartado
siguiente debe entenderse sólo como un resumen.
La ética clásica
Se puede decir que, con todas las limitaciones de los primeros esbozos, el gran descubrimiento
de los clásicos es que, para los hombres, para todos, existe un modo de vivir
que es mejor que su contrario. Este descubrimiento está muy ligado al espíritu viajero,
independiente y emprendedor de los griegos. Herodoto nos cuenta, a este propósito,
una anécdota de Ciro, que recibe a unos cautivos de distintos países. Como amenaza última
para que acepten sus condiciones de paz, pone a cada uno de ellos castigos opuestos:
a uno, que incinerarán los restos de su padre y, a otro, que los enterrarán. Ambos
cautivos cedieron, tras pedir que se hiciera precisamente lo que el otro abominaba.
La reflexión de los griegos no se quedó en constatar que cada sociedad tiene unos
distintos ideales de vida, o unos dioses distintos. Fue más allá. Ante esos modos de vivir
distintos no pensaron que, simplemente, eran distintos, y que allá cada uno en su casa.
Se dieron cuenta de que hay ciertas cosas en los modos de vivir y comportarse que tienen
una equivalencia con otras sociedades, como puede ser el idioma (que se puede traducir),
o el sistema de monedas, pesos y medidas (para las que puede haber una tabla de
equivalencias). Pero que hay ciertas cosas que no tienen equivalencia posible: arrojar al
Taigeto a los niños débiles, como hacían en Esparta, no tiene equivalencia ninguna con
respetarlos y cuidarlos.
Por esta razón, juzgaron, acertadamente, que hay modos de vivir inhumanos. Que,
para todos los hombres, constituyen un modo de vivir inadecuado. Descubrieron así el
concepto de naturaleza y de finalidad natural. De hecho, esta apreciación casa perfectamente
con nuestra vivencia moral: todos (al menos todos los occidentales) juzgamos
como equivocadas desde el punto de vista ético las posturas sobre la vida, o sea, sobre lo
que es bueno y lo que es malo, contrarias a las que pensamos que son buenas. Para realizar
ese juicio, tenemos que tener un baremo propio, nuestra conciencia, que, correctamente
educada, es reflejo de la naturaleza común de los hombres, y nos informa acerca
de lo correcto y lo incorrecto. Si no hubiera naturaleza común a los hombres, este juicio
sería imposible. Tendríamos que quedarnos en afirmar que otros hombres u otros pueblos
tienen un modo de vida distinto, pero no podríamos afirmar que ese modo de vivir
es más correcto o más incorrecto que el nuestro.
Ese modo óptimo de vivir incluye el control de las facetas animales de la vida humana.
No la negación, sino el control. Lo típico del hombre es que es dueño de sus actos (y
por eso responsable), también en lo que se refiere a sus aspectos biológicos. Mientras
que un animal, aparte de su instinto, no tiene razones para dejar de comer si hay comida
delante (especialmente las especies cazadoras que comen de ciento a viento y que, cuando
pueden, comen lo más posible), el hombre sí tiene razones para comer o no comer, y
estas razones no son una exigencia biológica.
Ese modo de vivir, controlado, con dominio de sí, afirmaban los clásicos (y tenían
razón) que lleva a una plenitud humana que no pueden dar otras conductas. A este respecto
hay otra anécdota, relatada por Herodoto, que cuenta la visita de Solón a Creso, y
resulta bastante reveladora (no recomiendo la lectura de la Historia de Herodoto, sino en
versión recortada, porque resulta muy prolija en detalles irrelevantes para un no especialista).
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Ese modo mejor de vivir, insisto, no se consigue individualmente, sino en común con
los demás. Así, si no cultivo la inteligencia (cuestión posible únicamente en una polis
preocupada por la educación) me quedaré con una faceta de mi persona sin desarrollar,
no llegaré a mi plenitud humana, que hubiera sido posible con una conducta distinta, en
una sociedad distinta.
En ese marco de acción común de los hombres para conseguir su desarrollo armónico
se sitúa la felicidad. Ésta es la recompensa a largo plazo que encuentra el hombre en su
vida, cuando intenta repetidamente lo mejor para él.
Pero, si tenemos en cuenta lo mencionado anteriormente, ese “mejor para él” no es
una cuestión que él decide, sino que se encuentra, y que tiene que alcanzar mediante
alguno de los modos posibles para ello: siendo médico, farmacéutico, o lo que sea. Pero
dentro de una orientación a ser bueno, a alcanzar la perfección de la virtud. En este sentido,
los clásicos afirmaban que sin libertad no se puede ser bueno y, por tanto, feliz. Y
de aquí una de las razones por las que los atenienses, un pueblo pequeño, puso todo su
empeño en defender su independencia y su vida de ciudadanos libres del ataque de los
persas en batallas memorables. Para ellos, la vida como esclavos, sin poder decidir sobre
su propio vivir, era inhumana. Aquí deberíamos considerar otros factores que influían en
la vida política griega, pero que son periféricas con respecto al núcleo que deseamos
tratar. En suma, la modernidad no inventó la libertad. Ha existido siempre, y siempre ha
habido muy pocas personas que le haya sacado el fruto que encierra en potencia.
Resumen
Esta visión de la vida humana en sociedad, que se remonta a la Grecia clásica, ha
pervivido en Occidente hasta que la Ilustración ha configurado la vida social de otra
manera. Para facilitar la comprensión de lo que viene después, resumiremos en unos
cuantos puntos clave esa visión del hombre.
a) El hombre tiene un objetivo natural, un óptimo que le viene de fábrica,
por así decir.
b) Dentro de esa finalidad natural puede elegir el camino para alcanzarlo
(más bien, debe encontrarlo, es una vocación).
c) Ese camino sólo se puede recorrer con libertad personal (sólo se puede
ser genuinamente bueno si se es libre).
d) La felicidad no se puede elegir: no cabe ponerla en un objeto e intentarlo:
se escapará siempre. La felicidad es fruto de descubrir la vocación personal
y llevarla a cabo.
e) Al final, con una vida exigente, se alcanza la felicidad como un premio
inmerecido.
f) Esta empresa de buscar la felicidad nos ata a los demás: ni nosotros podemos
alcanzarla sin la ayuda de los demás, ni los demás sin nuestra ayuda.
Y no estamos hablando de las cosas necesarias para la vida, sino de
esas otras que configuran la vida propiamente humana: la justicia, la fidelidad,
el valor, la paciencia, etc.
Pasemos ahora a ver qué cambios introduce la filosofía política moderna dentro de
este esquema.
La filosofía política moderna
Para encontrar los orígenes de la filosofía política moderna debemos retroceder unos
300 años, hasta Thomas Hobbes y John Locke (le sage Locke, como gustaba decir Voltaire).
En esa época, inicialmente a manos de Hobbes de modo virulento y, posterior6
mente suavizado por Locke, sucede un cambio radical en el modo de entender la vida en
común de los hombres.
La filosofía no es algo aislado de la vida. El cambio en las ideas filosóficas sobre la
vida social, la filosofía política moderna, está íntimamente ligado a muchos factores sociales
de dicha época. No los tocaré, pero recomiendo a este respecto las obras de Paul
Hazard La crisis de la conciencia europea y El pensamiento europeo en el siglo XVIII
(Alianza Universidad, muchas ediciones). También son ilustrativas a este respecto las
obras de Tocqueville, especialmente El Antiguo régimen y la revolución (Alianza de
bolsillo).
Podemos decir que los modernos tenían prisa. La felicidad, según el modelo clásico,
estaba muy lejos; sólo al final de una vida de esfuerzos para comportarse bien se alcanzaba
la felicidad de la virtud, que era la recompensa de la vida buena. Sin embargo, con
los albores del desarrollo tecnológico, los filósofos políticos descubrieron que hay cosas
que proporcionan felicidad inmediatamente, sin esperar: los commoda huius vitae, las
comodidades de esta vida, que proporciona la técnica. Los ejemplos de los ilustrados a
este respecto nos hacen reír hoy día, pero apuntan en una dirección que hemos explotado
activamente hasta el presente.
En la antigüedad, era imposible que todos pudieran alcanzar esas comodidades: hacían
falta esclavos para ello. Pero, en la era moderna, con el desarrollo técnico, las cosas
habían cambiado. Además, se había despertado más la envidia hacia los nobles del Ancien
Régime que gozaban de esas comodidades, aun sin prestar el servicio social que se
esperaba de ellos (véase El antiguo régimen y la revolución, de Tocqueville). Se trataba
de hacer le revolución contra el régimen establecido, y poner la técnica al servicio del
hombre para conseguir las comodidades de esta vida para todos. De hecho, la ilustración
de las mentes, el conocimiento que suministra la Enciclopedia, es ilustración técnica.
En este sentido, el moderno desarrollo de la ciencia no es propiamente ciencia (en el
sentido de saber puro), aunque hay excepciones. Es, más bien, técnica, conocimiento
que me permite manipular a mi antojo la naturaleza (entendida ésta como materia prima).
Así conseguiremos, decían, las comodidades de esta vida, la felicidad que nos han
negado los teóricos antiguos y los cristianos medievales que, desde este punto de vista,
con terminología contemporánea, son unos atrasados y unos retrógrados. Este marco de
ideas es una de las razones por las que se opina que la Iglesia es enemiga del progreso,
aunque habrían opinado lo mismo de Sócrates.
Pero, para que la técnica pueda ser puesta a servicio de las comodidades de los hombres,
no basta con que ésta exista. Es necesario, simultáneamente, una sociedad que
considere al hombre de modo distinto. En efecto, si tenemos técnica, pero seguimos
pensando que el ideal humano es un ideal exigente, que obliga a autolimitar los placeres
en aras de bienes más altos (los de la inteligencia o los de la virtud), y que la sociedad
está también orientada hacia ese objetivo, la técnica sólo nos dará unas comodidades y
beneficios muy menguados.
Si queremos disfrutar de lo que nos ofrece la técnica, hay que librarse de la virtud, es
decir, de esa promesa de una felicidad futura que sacrifica por una utopía la felicidad
que se puede alcanzar en presente, es decir, el placer, las comodidades que proporciona
la técnica. Por tanto, la filosofía política moderna se plantea como objetivo diseñar una
sociedad que no tenga como meta la virtud de sus miembros, tal como sucedía en el
ideal clásico, heredado sin muchas variaciones por la sociedad medieval cristiana.
Para conseguir ese objetivo, la primera conquista necesaria fue la libertad. Es el primer
principio de los revolucionarios franceses. Pero libertad, en este contexto moderno,
no significa lo que mismo que para los clásicos. Para éstos, la libertad era un medio de
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alcanzar esa felicidad exigente que se consigue venciendo dificultades a lo largo de toda
la vida, hasta construir en sí mismo la perfección humana y la virtud.
Para los modernos, se trataba de conquistar, no la libertad interior de elegir (esa es
obvio que existe), sino la libertad exterior. Era necesario conseguir que la sociedad admitiera
que los hombres puedan gozar de las comodidades de esta vida sin ponerles trabas.
Mientras que existía una sociedad que tenía como telón de fondo la bondad de sus
ciudadanos, había muchas cosas agradables que no se podían elegir, porque la sociedad
no lo permitía. Se trataba, por tanto, de hacer una sociedad que permitiera hacer cualquier
cosa dentro de ella, es decir, que hubiera el reconocimiento social de que se puede
hacer lo que se quiera, y que la sociedad no puede decir nada al respecto. El único límite
sería la interferencia con las elecciones libres de los demás; de aquí los conflictos de
intereses como problema “ético”, cuestión típicamente moderna.
Pero conquistar la libertad de actuación exterior en sociedad significa automáticamente,
que el hombre no tiene un objetivo natural que se alcance con un cierto ejercicio
exigente de las capacidades personales. El hombre se inventa los propios fines. No los
descubre. No hay vocación a la que el hombre se sienta llamado. Hay autonomía (de
autos-nomos, autolegislación): cada cual se inventa el fin de su vida. Y la libertad moderna,
recién conquistada, es, en el fondo, liberación de la virtud.
Indudablemente, así planteada, la cuestión hubiera sido completamente inaceptable.
Pero, adecuadamente vestida, fue una píldora fácil de tragar. Por una parte, Locke, le
sage Locke, después de una insistencia denodada en seguir defendiendo el derecho natural
clásico, hace una delicada y pesimista llamada al realismo: el ideal sigue siendo la
virtud pero, como en esta vida no se la alcanza, nos tendremos que conformar con las
pequeñas cosas agradables que la técnica nos puede proporcionar en esta vida, que serían
como un subconjunto de la felicidad completa; el único inconveniente que tiene
esta felicidad pequeñita es que, para conseguirla, hay que trabajar, y eso es desagradable,
pero vaya lo uno por lo otro. Y Voltaire, su discípulo a este respecto, vistió esa libertad
absoluta con la palabra tolerancia (que es algo muy bueno, pero completamente
distinto), y consiguió que la idea fuera rápidamente aceptada en sociedad.
Tengo que reconocer que, en las apreciaciones anteriores, y en parte en las siguientes,
soy parcial: me fijo solamente en un aspecto de la búsqueda de la libertad que se dio en
el siglo XVIII, omitiendo que, en buena medida, se trataba de una libertad justamente
buscada en un ambiente en que la opresión por cuestiones de creencias religiosas fue
agobiante, especialmente en países calvinistas y luteranos. Quienes lucharon por la libertad
en la sociedad para poder practicar su religión no fueron conscientes de que sembraban
la semilla de una libertad radical, que dio posteriormente frutos muy amargos.
Hemos visto el comienzo de las ideas de la filosofía política ilustrada, que fue el origen
remoto de las ideas que terminaron madurando como los principios de la bioética.
Como veremos a continuación, estos principios no son más que el desarrollo sistemático
de la postura ilustrada, aplicada a las cuestiones de la técnica biomédica. Pasemos, pues
a examinar esos frutos amargos, fruto de la liberación radical moderna.
Los principios de la Bioética
Una vez dados los primeros pasos de la filosofía política ilustrada, fue cuestión de
tiempo el sistematizarlos de modo adecuado. Con el paso del tiempo, los pensadores
fueron dando cuerpo a lo que al principio era solamente intuición difusa. Examinaremos
los principios de la bioética de modo muy somero, fijándonos solamente en los puntos
de enlace con la filosofía política ilustrada. Esta filosofía política es el origen de las democracias
liberales modernas, en las que vivimos. Por tanto, no nos puede extrañar que
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exista una profunda coherencia entre las ideas inspiradoras de nuestra vida en sociedad y
los principios éticos que se profesan habitualmente en ella.
Autonomía
El concepto de autonomía aparece ya formalmente con Kant (finales del XVIII), queriendo
significar algo completamente distinto a la libertad que defendían los clásicos.
Debe evitarse cuidadosamente la confusión entre autonomía, en sus distintas versiones,
y libertad.
Para los clásicos, la libertad es una capacidad de decidir limitada por condicionantes
inevitables: el hombre no es autónomo, tiene una physis para la que ciertas acciones suponen
un enriquecimiento y otras un empobrecimiento. Ese limitante intrínseco de la libertad
del hombre es fundamental en la vida humana. Y, en el momento en que el hombre
se olvida de ese limitante o cauce natural, está abocado al desastre. El holocausto
nazi es una buena muestra de lo que sucedió en la vida política de una nación cuando se
olvidó el derecho natural, el limitante natural de la capacidad de decisión humana (cfr.
Natural Right and History de Leo Strauss), y se consideró que había personas que eran
inferiores.
La autonomía kantiana no es la capacidad de decisión, sino el origen interno de las
reglas morales. Éstas se generan en la intimidad de la persona, no le vienen como “de
fuera”, como pretendían los clásicos. En Kant, esa autonomía adopta la forma de un
formalismo moral que podría calificarse de rigorista; sin embargo, las derivaciones
posteriores no fueron precisamente moralizantes (véase La conciencia de Andreas Laun,
ed. Eiunsa, 1993).
El concepto de autonomía derivó en breve tiempo a lo que llevaba sembrado en su
interior: autonomía es, fundamentalmente, liberación efectiva de las interacciones de los
demás y, en el fondo, liberación de la virtud, que es a lo que me pueden empujar los
demás. Si se analiza filosóficamente con detalle este modo de entender la autonomía, se
deshace entre las manos. Remito para esto al libro de Laun.
El principio de autonomía en la bioética pretende que, en sociedad, cada cual puede
decidir lo que quiera acerca de su propia vida. Por lo tanto, en la relación sanitaria,
manda el paciente. Éste es autónomo, y el médico no le puede imponer su propia escala
de valores. El médico es un simple técnico que proporciona servicios sanitarios, pero no
puede conculcar la autonomía de los demás, es decir, su libertad externa de hacer lo que
quieran.
El hombre, dentro del sistema liberal moderno, no elige dentro del ámbito social cómo
alcanzar una plenitud humana que le viene marcada, sino que elige de otro modo:
absolutamente, sin ataduras. La vida humana, en el contexto moderno, no consiste en
descubrir una vocación y seguirla, sino en inventarse fines y perseguirlos (al final, estos
fines suelen ser distintas formas de placer y vicio, como es patente mirando a nuestro alrededor).
En sociedad se debe poder elegir cualquier cosa, y nadie me puede impedir mi
elección. Buen ejemplo de este modo de entender la sociedad es la Constitución estadounidense.
En suma, libertad con independencia de cualquier baremo.
Beneficencia
Hemos examinado cómo la filosofía política moderna, especialmente a partir de
Locke, intenta que la sociedad sea, fundamentalmente, un mecanismo que proporciona
comodidades materiales. Las que a cada cual se le apetezcan, sin reglas.
La única normativa que puede tener sentido en este ámbito es la que regula el intercambio
de bienes y servicios. Sólo si los intercambios comerciales funcionan de manera
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rigurosa se puede garantizar que cada cual pueda, con el dinero fruto de su trabajo, escoger
lo que prefiera sin ser timado.
Por tanto, la organización social ilustrada prima las normativas económicas y deja de
lado las cuestiones que hacen referencia a la moralidad personal. En ésta se permiten los
vicios, siempre que repercutan en la riqueza general. La avaricia es motor de la sociedad
moderna. Aunque las recientes crisis económicas muestran que no tiene mucha potencia:
en numerosas ocasiones, es más fuerte la pereza.
Un ejemplo de estas cuestiones: en la Inglaterra del siglo XIX se penaba con la horca
el falsificar un cheque. Como eran puritanos, no llegó simultáneamente el libertinaje sexual,
pero, en cuanto el ambiente puritano fue desapareciendo, el grado de degradación
moral en esa sociedad llama la atención a los visitantes extranjeros de la isla.
El principio de beneficencia es el nombre que recibe en bioética la regla de fidelidad
en los intercambios comerciales, propia de la filosofía política ilustrada: es necesario
mantener el equilibrio entre lo que los demás deciden y yo les proporciono. Es la obligación
de dar al otro lo que él haya decidido autónomamente. En la atención sanitaria esto
significa que el médico debe proporcionar al paciente lo que este pida, simplemente
porque lo pide, porque está en el entramado social para proporcionar lo que el paciente
pide. Aquí entra la espinosa cuestión de “el mejor interés del paciente”, muy típica de
los ambientes de bioética legalista de Estados Unidos, y que, según la filosofía política
ilustrada, se debe interpretar como “lo que desea el paciente o manifestó que deseaba”.
Entraré posteriormente en algún detalle más sobre este principio de beneficencia.
Justicia
De lo que llevamos dicho acerca de la libertad autónoma absoluta, se deriva que la
sociedad, es decir, el tejido que aparece por medio de la comunicación de intimidades
personales en orden al perfeccionamiento mutuo, no existe. Para la filosofía política
moderna, el hombre no es social por naturaleza, sino autónomo, libre de toda atadura.
La sociedad, es, en todo caso, una construcción acordada para conseguir más fácilmente,
por medio de algún tipo de contrato social, los commoda huius vitae.
El contrato social es, por tanto, un mecanismo que intenta simultáneamente asegurar
el egoísmo innato del hombre, y el reparto de todos los beneficios sociales a todos: que
no le toque más a unos que a otros. Aquí ha llegado la conocida egalité de la revolución
francesa, aunque partió de coordenadas bastante distintas.
Esta igualdad en el reparto es el principio de justicia. En bioética se referirá a los beneficios
sanitarios, pero substancialmente es lo mismo que en otros ámbitos del equilibrio
de intereses contrapuestos que es la sociedad. Aunque, nuevamente, no es propiamente
una sociedad, sino un conjunto de hombre autónomos que se asocian para conseguir
cosas agradables o deseadas por ellos, que son en buena medida equiparables a las
cosas necesarias que decían los clásicos. En suma: la filosofía política moderna permite
construir una organización que nos posibilita vivir como perfectos animales, con todo lo
apetecible que podamos desear. Y el reparto equitativo es lo que se llama principio de
justicia.
Es obvio que hay problemas para simultanear el concepto de beneficencia con el de
justicia. Unos dirán que hay que hacer un reparto igualitario. Otros, que cada cual consuma
lo que pague. Es un problema completamente insoluble, que ha hecho correr ríos
de tinta en USA: la asignación de recursos sanitarios.
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La ambigüedad de los principios
Lo que llevo dicho puede parecer una exageración bastante notable. Y quizá lo sea.
Es más, plantea un panorama absolutamente monstruoso. Y es que los principios de la
bioética derivada de la ilustración, para poder ser digeribles, necesitan ser edulcorados.
Este endulzamiento se consigue a base de un juego de ambigüedad. Para unas cosas se
emplea la palabra autonomía con un significado y para otras con otro, e igualmente con
los demás principios. Y el resultado es la aceptación de los principios por lo que tienen
de aceptable dentro de ese juego de ambigüedad de significados. Lo que sí estoy seguro
de poder afirmar es que en ninguna parte verán ustedes el significado de los principios
aclarado hasta el final. Si esto sucediera, se desharía el juego de ambigüedad que voy a
presentarles. Quizá la única excepción sea la obra de H. T. Engelhardt The Foundations
of Bioethics, pero suele ser considerada como demasiado radical y extremista, cuando,
en realidad, es una de las pocas que tiene coherencia.
Ya las propias palabras que se emplean para designar los principios (autonomía, beneficencia,
justicia) tienen en el lenguaje cotidiano un significado bastante distinto. Repasemos
esa ambigüedad de significados para cada uno de los tres principios.
Autonomía
Por lo que respecta al principio de autonomía, se juega con la ambigüedad de la libertad,
como ya dejamos dicho anteriormente. Por autonomía se entiende la libertad absoluta,
sin baremos morales a los que deba ajustarse. Y cuando se acusa de desquiciada
alguna elección concreta, el acusado responde al acusador diciendo que es un intolerante
y un dogmático trasnochado. Así, juega con el concepto clásico de libertad individual
(que tiene límites naturales) para defenderse. Sin embargo, a la hora de actuar, niega
esos límites naturales en nombre también de la libertad (en este caso de la libertad autónoma
absoluta). Es un juego de ambigüedad.
Esta ambigüedad hace que los partidarios de la autonomía radical necesiten hacer
constantemente referencia a opresiones e inquisiciones que han desaparecido hace muchos
años en las democracias liberales modernas. Para poder ser libertario, hay que resucitar
constantemente fantasmas del pasado. De lo contrario, el juego de la ambigüedad
queda al descubierto.
Como ha quedado suficientemente expuesto anteriormente, el problema de la ambigüedad
entre autonomía y libertad no versa sobre la libertad, sino sobre la finalidad natural
de la vida humana, que es negada por la autonomía y afirmada por una recta libertad.
Beneficencia
El término beneficencia resulta igualmente ambiguo. Cuando oímos hablar de beneficencia
tendemos a pensar en la caridad cristiana, en la preocupación solícita ante los
problemas de los demás. Esta preocupación tiene que ver con la philía de los clásicos,
con el hacer el bien a los demás, no porque abonen el precio, sino porque juntos buscamos
nuestra perfección humana y nos ayudamos, en cuestiones materiales y espirituales,
porque es lo más humano, lo que permite que seamos hombres cabales.
El principio de beneficencia es completamente distinto. Dice que, para satisfacer el
egoísmo natural, hay que entrar en intercambio equitativo con el vecino, y ser justo a la
hora de estos intercambios. Pero, como habitualmente se entiende por beneficencia la
buena voluntad generosa hacia los demás, la ambigüedad está servida.
El resultado del modo ilustrado de concebir la beneficencia resulta deletéreo para el
ejercicio de la Medicina. La atención médica es un contrato de servicios. El médico está
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preocupado fundamentalmente de su sueldo. Su trabajo lo hace a regañadientes, como
un mal necesario para poder cobrar su sueldo y poder disfrutar con él de las cosas agradables.
Esa beneficencia, fría y descarnada, que cura pero sin corazón, está muy lejos de
ser philía o amor.
Justicia
Otro tanto sucede con el concepto de justicia. Para los clásicos, la justicia es ejercicio
de una virtud. La justicia es la visión del hombre justo implicado en un problema: justicia
es lo que dicta el juez, es decir, la persona justa; esta persona justa hace valoraciones
que tienen en cuenta los detalles particulares, no cae en simplismos de dividir lo que se
tiene por el número de personas. Y su actuación está movida por la búsqueda del bien de
todos los implicados en un problema.
Así, el médico justo puede cobrar unos honorarios bajos a quien sabe que tiene pocos
medios, otros altos al que sabe que puede pagar más, o no cobrar en absoluto a quien no
tiene medios ningunos. Y eso es justo.
Para la filosofía política ilustrada, la justicia es un problema objetivo. Se trata de
evaluar las cosas “científicamente”, objetivamente. Y el mejor evaluador es alguien no
implicado en el problema. Esa persona es quien puede realizar la distribución equitativa,
“objetivamente” justa. El procedimiento de la justicia ilustrada es la aritmética.
Así, lo justo puede ser dividir los recursos sanitarios por las personas y ver a cuánto
toca. Pero puede hacerse la distribución de otra manera: que a cada cual le toque según
lo que ha aportado al fondo común. Tenemos así, en nombre de la justicia, visiones
completamente contrapuestas, como pueden ser las fundamentaciones ilustradas recientes
llevadas a cabo por Rawls y Nozick, que van desde la socialización radical hasta el
individualismo radical.
Estas visiones de la justicia tienen en común una cuestión: juegan con la ambigüedad
del concepto de justicia. Normalmente se entiende por justo lo más sensato y razonable
en una situación dada. Pero en el principio de justicia no trata de eso. No le importa el
deber de conciencia del médico de intentar hacer lo más equitativo (que no es dividir 3
melones entre 3 personas y sacar 1 de cociente). Que el resultado de esa división sea
realmente justo es pura coincidencia (aunque coincida en numerosas ocasiones).
Esta es la razón de que todos los artículos sobre distribución de recursos escasos tratan
sobre política sanitaria, no sobre qué debe hacer el médico que se encuentra con recursos
limitados. El primer planteamiento es ilustrado, el segundo clásico.
Los principios y la realidad
Como se puede deducir de lo que llevamos dicho hasta ahora, los principios de autonomía,
beneficencia y justicia son un intento de dar reglas para que, dentro de una estructura
de apariencia social, cada cual obtenga lo que se le apetece en la atención sanitaria,
siendo, simultáneamente, profundamente egoísta y asocial. Una sanidad que fuera
realmente así, con hombres exclusivamente egoístas y asociales, no podría funcionar.
La democracia liberal moderna, y la sanidad que se rige por los principios que se derivan
de ella, funcionan porque esos principios son ambiguos. Y la gente actúa en numerosas
ocasiones según su significado clásico: los médicos buscan generosamente el bien
de sus pacientes sin estar mirando la recompensa económica (la verdadera beneficencia),
respetan sus decisiones dentro de los límites de la ética y del respeto al hombre (respeto
a la autonomía bien entendida), e intentan ser equitativos y justos en el gasto sanitario
que depende de ellos (la verdadera justicia).
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Gracias a ese modo de actuar, que sale del interior de las personas, pero que no se
explica ni tiene fundamento alguno en los principios de la bioética, puede funcionar la
sociedad actual y la atención sanitaria en las democracias contemporáneas. El problema
es que ese modo de actuar es vivir de las rentas de una época pasada en que imperaba
una ética basada en la rectitud interior. Y, como la sociedad no impulsa apenas a recuperarla,
la degradación del ambiente social y sanitario es cada vez más patente. Ahora ya
se empiezan a levantar algunas voces, reclamando de nuevo la rectitud interior como
punto de mira. Pero se trata aún de una posición minoritaria.
Algunas precisiones ulteriores
Quisiera, por último, mostrar en un par de ejemplos, cómo conviven de modo precario
los significados divergentes de los principios de la bioética y cómo su ambigüedad
puede llevar la confusión de ideas a los profesionales más rectos.
En primer lugar veremos la confusión entre el principio de autonomía y el deber de
respetar a los demás.
Este deber lo experimenta cada uno dentro de sí, como consecuencia de una physis,
una naturaleza, que le inclina a querer y respetar a los demás, y es la virtud de la tolerancia,
que versa sobre lo que sería peor reprimir que permitir en aras de un bien mayor
(evitar un desorden social, por ejemplo). Para los ilustrados puros, ese significado es peyorativo:
significa que hay opciones que son malas, y que los amantes de la virtud y el
orden las toleran. Y, para un ilustrado, no existen decisiones malas. Son simplemente
otras decisiones, que otras personas no comparten. Se trata, no de ser tolerado, sino de
entrar con carta de pleno derecho en sociedad. Es la dinámica que ha seguido el aborto:
de clandestinidad a derecho civil, al menos en Estados Unidos.
Como se puede ver, autonomía y recta tolerancia son completamente distintas. Y
confundirlas lleva al desastre, pues nos llevaría a hacer cualquier cosa que quiera el paciente:
matarlo, matar al fruto de sus entrañas, etc. Hay ciertas cosas que no se pueden
tolerar (es decir, colaborar a ellas, aunque se trate con respeto a quienes las propugnan)
porque son un bien máximo, que no se puede sacrificar en aras de ningún otro bien superior.
Por ejemplo, la vida humana, individual, en las condiciones en que esté. Así, en
los países en que está considerado un derecho, las mujeres que solicitan el aborto y los
médicos que se lo practican supeditan la vida de algunos hombres (los nasciturus) a su
bien particular. Ningún principio de la bioética será capaz de mostrarles que su decisión
es mala.
Como último ejemplo, veamos los problemas que se derivan de confundir el principio
de beneficencia con el amor a los demás.
Los modernos no aceptan que vivamos en sociedad para ayudar a los demás en cuestiones
no necesarias biológicamente. Vivimos juntos a la fuerza, por la fuerza de la necesidad.
El ejemplo de ideal de vida ilustrado es Robinsón Crusoe, un tipo nefasto, pendenciero,
que sólo vive bien en una isla desierta. Para Aristóteles, sería una bestia. Empieza
a vivir bien en sociedad cuando, por necesidad, libera a Viernes y tiene “amistad”
con él. La sociedad se forma por convenio entre personas autónomas que no tienen
ninguna obligación de hacer nada por los demás. Se hace algo por el vecino sólo esperando
una contraprestación.
Como consecuencia, en la práctica de la Medicina resulta es imposible encontrar algo
de verdadero afecto en la atención sanitaria. Así, después de haber cultivado un refinado
egoísmo social, nos quejamos de que la gente no nos estime ni nos muestre cariño (cfr.
Lewis, La abolición del hombre). Si queremos que la atención sanitaria recupere algo de
su genuino ethos, debemos sembrar amor de amistad, mostrar que hacer las cosas por13
que sí, sin esperar recompensa pecuniaria, es más satisfactorio ahora que tomarse un
placer, despreciando e ignorando simultáneamente los problemas de los demás.
Valor y límites de los principios
Este ataque a los principios de la filosofía política ilustrada y, como consecuencia, a
los principios de la bioética, merece alguna matización más halagüeña para la modernidad,
pues no todo lo que se ha derivado de la modernidad es malo. Resumiremos, por
tanto, las dificultades y las posibles virtudes de los principios de la bioética, tomados en
su sentido estricto (y no en su sentido ambiguo habitual).
· Problemas de los principios de la bioética:
1. No dan respuestas auténticamente éticas. Sólo precisan las condiciones para vivir
en sociedad y conseguir de ésta ciertos beneficios, en este caso, beneficios
sanitarios. De hecho, normalmente, el principio de autonomía precisa que las
personas digan sus valores. Éstos caen como una especie de aerolito sobre unos
principios que son meramente de procedimiento. El resultado final puede verse
en los casos clínicos que analiza el Journal of Clinical Ethics en su segunda
época: la perplejidad, y acudir a lo que propugnen las partes. Los griegos, sin
embargo, reconocían que había principios fijos, aunque fueran difíciles de encontrar
(véase La abolición del hombre), y aunque fuera difícil lograr un consenso
sobre ellos.
2. Las personas no actúan según los principios. Tienen sus convicciones de lo que
es bueno y es malo, y notan el deber dentro de sí, independientemente de
consideraciones sobre lo que quieren o no quieren los demás y de las consecuencias
sociales. Los 3 principios hacen desaparecer el deber de la vida humana.
No existe más deber que el que yo me ponga, y eso no es realmente un deber,
sino sólo una elección, a no ser que se haga un cóctel con valores clásicos;
pero entonces, el conjunto es incoherente. En suma, los principios no se corresponden
con la vivencia psicológica del obrar moral humano.
3. Ser tolerante a ultranza va en contra de la sensibilidad ética más elemental. Es
precisamente la experiencia de las diversas opciones éticas la que llevó a los
griegos a descubrir que hay fines dados para el hombre, que éste descubre.
4. Los principios de la bioética se alimentan, sin decirlo, de una tradición ética
clásica o cristiana que proporciona algo de viabilidad al esquema ilustrado que,
en sí mismo, es inviable. Si los ciudadanos no tendieran de vez en cuando a hacer
cosas buenas (saliéndoles de dentro, como respuesta a los valores que se
descubren), el esquema ilustrado no podría funcionar.
· Servicios que ha prestado al hombre la filosofía política moderna y, con ella, los
principios de la bioética:
5. Ha permitido que se desarrolle la técnica, aunque movida por el egoísmo y el
afán de seguridad (Hobbes). Esto vige también para el desarrollo de la técnica
médica. Baste pensar en la poderosísima industria farmacéutica y su intangibilidad.
6. Ha hecho aparecer una sensibilidad mayor acerca de las opiniones de los demás.
Aunque es un deber moral que siempre ha existido, sólo esta mayor sensibilidad
social ha llevado a un mayor respeto a las opiniones particulares, conformando
un nuevo modelo de sociedad más tolerante; sin embargo, esta tolerancia
saludable ha sobrepasado los límites de lo razonable, dejando un vacío
de ideales humanos (véase El cierre de la mente moderna, Alan Bloom, Plaza y
Janés 1991).
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7. Los principios pueden resultar útiles para la teoría y la práctica de la toma de
decisiones. Especialmente en ambientes muy plurales, como Estados Unidos.
Se podría decir que, en ese tipo de ambientes, dado que estamos condenados a
entendernos, los principios “éticos” ilustrados han favorecido el desarrollo de
la teoría de toma decisiones, por otra parte, bastante complicada, que permite
poner de acuerdo opiniones divergentes, dentro de ciertos límites. Tienen en su
contra que no cabe discutir sobre los propios principios de la filosofía política
ilustrada, a saber, que nadie tiene razón absolutamente hablando, que todo son
opiniones personales sin fundamento.
Lo que sí queda claro es que los principios de autonomía, beneficencia y justicia,
aislados, conducen al desastre ético. Necesitan que les vengan opiniones éticas “desde
fuera”. Son “principios operativos” o “pragmáticos”, pero no dicen nada acerca de cuál
es la conducta más humana en una situación (absolutamente hablando), aunque aporten
los condicionantes sociales que la conducta humana puede tener. Por tanto, estos principios
necesitan de otra ética que afecte directamente a la persona, y le diga qué conducta
es la más humana, y debe ser perseguida.
Se hace necesaria, por tanto, una ética que afecte a la persona, cuyas líneas básicas
simplemente enumeraré para terminar.
Una ética que afecte a la persona
Aunque ya hemos mencionado estos elementos en buena medida al hablar de la ética
clásica, podríamos hacer el siguiente esquema conclusivo:
1. El hombre no es un ser absolutamente indeterminado, sino que tiene, por ser
hombre, unos objetivos naturales que le vienen dados. Hay una conducta humana
que es mejor que su contraria, siempre y en todas partes. Esto no se refiere
a las cuestiones biológicas del hombre, sino a la voluntad humana. Querer
ciertas cosas aleja al hombre del ideal humano: le hace perezoso, ladrón o lo
que se quiera, cuestiones a las que no está llamado el hombre. Así, la voluntad
perversa de un asesino no es el tipo de autodeterminación que se escogería como
modelo de persona.
2. Pero sí es un ser parcialmente indeterminado: sólo mediante el ejercicio de su
libertad consigue ser completamente el hombre perfecto que está llamado a ser.
Por tanto, la sociedad debe dejar libertad de actuación, pero con unos límites
que no se reducen a no hacer daño o perjuicio material a quienes conviven con
él. Toda sociedad civil supone simultáneamente un ideal ético. En las constituciones
se recogen esos límites que no están inventados por el hombre como
algo conveniente, sino que son descubiertos y reflejados en ellas: el derecho
natural (los principios derivados de la ilustración niegan esto radicalmente). La
Medicina, por tanto, debe tener, de modo paralelo a la sociedad civil, unos límites
éticos en su actuación técnica. No todo se puede hacer. Debemos mirar
principios más altos: el respeto al hombre, con todo lo que incluye esa expresión
(Cfr. Gonzalo Herranz, El respeto, actitud ética fundamental en Medicina).
3. Dentro de este marco, el modo habitual de alcanzar la perfección personal,
nuestra y de nuestros pacientes, es mediante la práctica del amor de amistad, es
decir, de la beneficencia entendida como philía, que hace de las personas personas
buenas. El ámbito de la actuación sanitaria es uno de los más específicos
para el amor humano, para la entrega sacrificada de los profesionales de la sanidad
por sus pacientes, tanto en sus aspectos físicos como espirituales.
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4. Ese comportamiento no puede llevarse a cabo simplemente mediante decisiones
puntuales. El hombre tiene libertad, pero no es libertad pura —como pretende
la visión ilustrada—, sino que está condicionado por los hábitos adquiridos.
Por esta razón, no se trata de hacer de vez en cuando lo que muestra la
conciencia, sino de mantener, a lo largo de la vida, y en todas las actuaciones,
esa exigencia personal que apuntaban los clásicos. Esto implica la negación de
algunos placeres, pero probablemente muchos menos de los que piensan nuestros
contemporáneos en su ignorancia de las cuestiones éticas fundamentales.
Recientemente, se está recapacitando sobre esta influencia de los hábitos o
virtudes en la atención sanitaria, y se ha llamado la atención sobre su papel
fundamental en la buena conducta profesional (véase Shelp EE, ed. Virtue and
Medicine. Explorations in the Character of Medicine. Dordrecht: D Reidel,
1985; 363).
5. Es un error pensar que la visión clásica de la sociedad, con sus exigencias éticas
intrínsecas, equivale a una visión religiosa o, más concretamente, a la cristiana.
La sustancia del cristianismo tiene que ver, sobre todo, con la participación
de la vida divina en el hombre. Simultáneamente, los cristianos defienden
todo lo genuinamente humano, pues esa participación de la vida divina sólo se
puede apoyar en una vida humana adecuadamente vivida. Pero pretender que
ser cristiano y ser un hombre bueno es lo mismo es un reduccionismo simplista,
frecuente, por desgracia, en la sociedad contemporánea, que ignora tanto la fe
como los principios éticos básicos.
www.unav.es/humbiomedicas/apardo/principlismo.pdf