Ricardo Tapia
El Universal
México, DF Viernes 13 de febrero de 2009
El fin último de la investigación científica es el hombre mismo y su relación con el universo. Esta búsqueda de su propia naturaleza implica que el hombre es el sujeto y el objeto, el actor y el espectador, el autor y el lector de tal investigación, al margen de la explicación creacionista que postula que el hombre es producto de la voluntad de un dios, hecho “a su imagen y semejanza” y por ello poseedor de alma y de “dignidad humana”.
Esta explicación calma su angustia existencial y le da tranquilidad sobre su esencia y su función en el planeta. Sin embargo, esta es precisamente la explicación que fue demolida hace 150 años por Darwin en El origen de las especies.
Durante el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, esta “teoría de la evolución” de Darwin sobre el origen y evolución de las especies dejó de ser teoría para convertirse en uno de las más contundentes y trascendentes descubrimientos en la historia de la humanidad, gracias a los avances logrados sobre la estructura y la función de los ácidos nucleicos y las proteínas, mediante minuciosos análisis bioquímicos y fisiológicos, que proporcionaron detalles nunca soñados en siglos anteriores.
Estos nuevos conocimientos confirmaron más allá de toda duda razonable que la estructura química esencial de los genes y de las proteínas es exactamente la misma en todos los seres vivos, y además han permitido establecer en numeroso casos las fechas tentativas de la existencia de genes y proteínas primitivas de las cuales derivaron aquéllas de las especies que aparecieron posteriormente. A partir de este extraordinario progreso, la definición del ser humano como una especie privilegiada o creada de novo, diferente en esencia del resto de los seres vivos, quedó en entredicho: se despejó la incógnita de la naturaleza biológica del hombre, ya que ésta se sustenta, como en todos los seres vivos, en la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) que constituye sus genes y que contiene la información para la síntesis de las proteínas características de la especie humana.
El conocimiento de la secuencia de los cuatro componentes básicos de la estructura del ADN de muchas especies, desde bacterias hasta mamíferos, incluyendo recientemente al humano, ha demostrado que las diferencias cuantitativas entre los genomas son sorprendentemente pequeñas.
Por ejemplo, hay menos de 38 mil genes en el hombre contra aproximadamente 20 mil y 13 mil 500 en especies tan lejanas de los mamíferos como el gusano Caenorhabditis elegans y la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, respectivamente; y si comparamos al hombre con especies mucho más próximas evolutivamente, como el chimpancé, encontraremos una similitud extraordinaria, pues la diferencia entre la composición de genoma del chimpancé y el del hombre es de sólo aproximadamente 1%.
El conjunto de todo este conocimiento ha generado la capacidad de manipular ciertos atributos humanos hasta hace poco inmunes a cualquier modificación, como la fecundación in vitro, la reproducción asistida, la identificación y transferencia de genes, la creación de quimeras, la clonación, la investigación con las células troncales, el trasplante de órganos y las drogas capaces de alterar la conciencia y la conducta.
En consecuencia, este conocimiento ha generado numerosas implicaciones éticas y bioéticas, empezando por la propia definición de la bioética, las cuales ha su vez tienen trascendentes repercusiones sobre la sociedad y sobre los procesos legislativos, en aspectos como el control de la natalidad, el aborto, la eutanasia, la formación biológica de la persona, la investigación en humanos, el diagnóstico prenatal y muchos otros.
En el fondo de estas discusiones se encuentra el difuso concepto de dignidad humana, que no es biológico ni científico, sino ideológico o, si se quiere, filosófico, ya que para sustentarlo finalmente es necesario referirse al “espíritu” o al “alma”, conceptos que difícilmente entran en la nomenclatura de la ciencia.
Así, de acuerdo con quienes creen en el alma, la dignidad humana se adquiere desde el momento de la fecundación, a pesar de que es la estructura del ADN la que determina la formación del nuevo individuo, desde la unión el espermatozoide y el óvulo. Con esta visión, habría que concluir que el ADN del óvulo tiene la mitad del dignidad humana, o del alma, y el ADN del espermatozoide tiene la otra mitad.
El papa Juan Pablo II lo fraseó así en 1994: “El genoma humano posee una dignidad que tiene su fundamento en el alma, de modo que por la unión del cuerpo y el espíritu el genoma humano tiene no sólo un significado biológico sino que es portador de una dignidad antropológica que tiene su fundamento en el alma espiritual que lo impregna y vivifica”. Es claro así que bajo estas premisas la idea de que el óvulo humano fecundado tiene dignidad humana no puede defenderse a menos que se acepte que la molécula del ADN tiene alma.
El conocimiento, hoy irrebatible, de que el hombre y en consecuencia también sus capacidades y funciones mentales no son más que el producto de la evolución biológica, y de que esta evolución se ha dado por mutaciones genéticas azarosas que a lo largo de millones de años resultaron en la selección y la supervivencia de las especies, permite concluir que esta idea de la dignidad humana es errónea.
En mi opinión, esta es la consecuencia más profunda de la obra de Darwin en cuanto a las normas que rigen a la sociedad y a la posición de la humanidad en el universo y su relación con el medio ambiente, todo lo cual puede resumirse en una palabra: la bioética.
En efecto, según la Unesco la bioética es “el estudio sistemático, pluralístico e interdisciplinario de las cuestiones morales teóricas y prácticas surgidas de las ciencias de la vida y de las relaciones de la humanidad con la biosfera”. El premio Nobel Jacques Monod, en su extraordinario libro El azar y la necesidad lo escribe así: “Nosotros nos queremos necesarios, inevitables, ordenados desde siempre. Todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de la ciencia, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia”.
El reconocimiento de esta contingencia, del hecho de que la humanidad es simplemente el producto de la evolución biológica, se lo debemos en primer lugar a Darwin.
Investigador emérito, División de Neurociencias, Instituto de Fisiología Celular, UNAM