viernes, 10 de abril de 2009

Bioética: en el pórtico del misterio de la vida humana

Bioética: en el pórtico del misterio de la vida humana

Todos los bienes de la tierra deben servir al hombre y ordenarse en función del hombre. Generalmente esta afirmación es aceptada por la mayoría. Sin embargo, la respuesta a la pregunta crucial “qué es el hombre” es múltiple, como afirma la Gaudium et spes, y de ella depende no sólo la manera en que le quepa hacer uso de esos bienes, sino más aún, el modo de vida que el hombre mismo pueda o se le permita llevar. Mons. Elio Sgreccia, hasta hace sólo algunos meses presidente de la Pontificia Academia para la Vida, puede ser considerado el primer gran referente de la escuela bioética personalista que, desde una sana filosofía cristiana, se ha abierto paso entre bioéticas llamadas ‘laicas’, desarrolladas en estas últimas décadas. Inspirado en la filosofía de Hildebrand, Wojtyla, Maritain y otros, ha desbrozado el camino para la elaboración de una respuesta católica sistemática a la pregunta sobre la verdad del hombre en este ámbito que a todos afecta.


Esta vez en el marco de la inauguración de un nuevo máster en bioética, la obra presentada por Mons. Sgreccia ofrece una magistral guía introductoria para abordar con criterio las principales cuestiones de la bioética. Sin olvidar las raíces remotas de la misma en el “corpus hippocraticum” y su juramento, queda en primer plano la herencia cristiana de la noción de persona, el significado teológico de la asistencia médica (Cristo médico) y la institución gratuita de hospitales, que deben su invención a la caridad cristiana. Pero los desencadenantes inmediatos de la bioética como tal han aparecido precisamente tras los abusos en la experimentación sobre el hombre (primero durante el nacismo, pero también en ciertas experiencias en Estados Unidos ya durante la década de los 30 y posteriormente). ¿Cuál es el papel de la bioética? ¿Cómo se pueden justificar sus conocimientos? Y, por otra parte, ¿en qué se basa para juzgar éticamente realidades que parecen, en principio, ajenas porque pertenecen al mundo científico? Es legítimo cuestionarse el lugar de la pregunta ética: ¿debe plantearse en el momento de aplicar los resultados obtenidos en la investigación? ¿O en los procedimientos? ¿En la comunicación trasparente y sincera de los resultados? ¿En la intención del investigador? ¿O más bien en los medios y métodos utilizados para la investigación? La ética “integrativa” exige que todos esos aspectos estén integrados y se traten en conexión. Sgreccia aboga por una integración en sentido justificativo, es decir, que partiendo del dato científico, debe hacerse primero una lectura antropológico-valorativa, y sólo después de este paso cabe ya una elaboración ético-normativa. Muchas veces puede parecernos que basta con recabar los datos para examinar cuál debe ser la norma ética, saltándonos el paso a su juicio más decisivo y fundamental: la consideración del modelo antropológico con el que la respuesta ético-normativa ha de concordar. Sin este punto, el juicio ético, incluso el acertado, carece de justificación firme o suficiente y no es capaz de mantenerse quizá ante los ataques.



En este sentido, el creyente juega con una ventaja increíble a la hora de enjuiciar situaciones, ya que su modelo filosófico-antropológico de referencia es tan firme como la roca: la naturaleza humana es y permanece siempre la misma, constante como la misma Voluntad de Dios al crearla. El cristiano sabe que puede conocer desde lo que el hombre es lo que está llamado a ser, lo que debe ser, pero sin duda el conocimiento de lo que el hombre es debe ir a lo profundo de la misma naturaleza humana. Lo que debe ser, lo que debe hacer el hombre, encuentra su fundamento – y su sentido justificativo – en lo que él de suyo es por ser hombre. No nos dejemos despistar: para descubrir esto es preciso zambullirse en el gran misterio del hombre, su naturaleza, su dignidad, a la luz de la fe. El asombro ante su grandeza parece haberlo perdido el hombre actual, pero sigue siendo posible asomarse al misterio, precisamente desde el camino de la razón iluminada por la Revelación. Hoy día vivimos de muchos modelos antropológicos distintos, que asumimos según las circunstancias o a veces el interés particular. Pero ni el modelo socio-biologista – cuya máxima podría resumirse en “si se hace generalizadamente, se debe hacer” – es aceptable, como vemos claro por ejemplo en el caso de que, por muy general que sea el conducir con exceso de velocidad, eso no lo hace bueno ni debido. “No todo lo que es técnicamente posible es de igual modo éticamente lícito”. (D. Callahan)

Tampoco es suficiente el modelo del radicalismo liberal, que considera que no podemos saber qué es bueno o malo en sí, sino que es nuestra libertad, al decidir, la que hacer ser bueno aquello que decide. Aun cuando esto no fuera, como es, una absolutización del valor libertad, está claro que tal modelo es incapaz de asegurar siquiera todas las libertades, ya que favorecería en última instancia la ley del más fuerte. Si sólo vale en primer lugar la libertad, quien aún no pueda usar de ella no cuenta ni será valorado.

Quizá sea el utilitarismo en modelo que más crudas consecuencias está teniendo en nuestras sociedades contemporáneas. El comunismo soviético utilizó un criterio así cuando introdujo el aborto por ley en los años 20: la mujer que trabajaba en la fábrica no era rentable si se quedaba embarazada y se veía obligada a abortar. El utilitarismo aparentemente menos craso que se plantea hoy con frecuencia es: ¿nos compensan estos gastos los beneficios que se puedan obtener a cambio? Sgreccia llama la atención acerca de la proliferación de centros que se dedican a la cirujía estética - que da dinero a bajo coste – frente al declive de los servicios sanitarios para pacientes graves o terminales con poca esperanza de curación. El error fundamental se halla en la medida, la comparación de valores: costo-beneficio, o costo-eficacia. Indudablemente el hombre es visto desde un punto de vista meramente cuantitativo, que reduce su ser sólo a lo contable. La razón se rebela contra una comprensión humillante del hombre, que jamás es negociable en base a cálculo ninguno.

Ninguno de estos modelos ofrece una visión integral del hombre sino reducida, parcial. La bioética personalista en cambio, al asumir una visión completa, se hace capaz de dialogar con esas posiciones y de orientarlas a un humanismo pleno.

La verdad central de la antropología personalista es que el hombre, cumbre de la creación, es esencialmente siempre hombre, porque el fundamento de su ser es una esencia permanente y un acto de existencia. La persona tiene un status por existir como persona humana, de lo cual emana su dignidad. ¿Y cómo se define a la persona? Es la estructura de su ser la que la define: un ser espiritual y corporal, que la revelación nos descubre como hijo de Dios. Sólo dejándose envolver en el misterio de valor inconmensurable de cada ser humano puede comprenderse en profundidad lo reduccionista de los modelos antropológicos que justifican la manipulación del hombre, las decisiones sobre su vida o su muerte, etc. La misma corporeidad se descubre entonces como templo del espíritu humano, llena de dignidad y signo, lenguaje del alma.

La visión integral del hombre, de la persona humana, lleva infaliblemente a una comprensión de la bioética que es también integradora de todos los aspectos a veces tratados por separado: la investigación, la asistencia médica, las intenciones del médico, las repercusiones sociales, la técnica, etc. Un principio general de la bioética de la totalidad, fundada en esta integración, es que la acción moral, la decisión, la conducta debe corresponder al ser de la persona humana, estar en armonía, en coherencia con el ser y la dignidad del hombre. Y esto, hoy más que nunca, necesita el cristiano redescubrirlo desde la experiencia de lo que él es y cuenta ante los ojos de su Dios.

Escrito por Ecclesia Digital
lunes, 17 de noviembre de 2008