Desde su aparición hace unos 200.000 años, la especie humana —al igual que el resto de seres multicelulares, incluidos animales y plantas— ha vivido en íntima asociación con diversas comunidades microbianas. No hablamos de una infección pasajera, sino de una relación estable con géneros y especies microbianas claramente determinados. La estabilidad de la asociación durante milenios refleja la existencia de una adaptación mutua entre las distintas especies y el anfitrión. Además, indica que en la relación predomina la simbiosis o mutualismo, es decir, la asociación conlleva algún tipo de beneficio para las especies implicadas, incluido el anfitrión (las relaciones de pura patogenicidad son oportunistas y no perduran, bien porque se agota el recurso o bien porque la selección natural favorece los individuos resistentes).
Cada ser humano convive con un inmenso número de bacterias, protozoos, levaduras y virus. Estos se alojan de forma estable en la piel y en las cavidades corporales comunicadas con el exterior (fosas nasales, boca, tubo digestivo, vagina). Emerge por tanto una nueva concepción que entiende al ser humano como un «supraorganismo», compuesto no solo por sus propias células sino también por una multitud de células microbianas. Esa colectividad de microorganismos presenta un conjunto de genes que intervienen en numerosos procesos biológicos del anfitrión. La totalidad de los genes microbianos, distintos de los del anfitrión, se denomina metagenoma o microbioma humano, y constituye nuestro segundo genoma. Nuestra dotación genética es, por tanto, un agregado del propio genoma y del metagenoma [véase «El ecosistema microbiano humano», por J. Ackerman; Investigación y Ciencia, agosto de 2012].