martes, 12 de abril de 2011

Esperanza de vida y primas de seguros.

11/04/2011 por Francisco J. Goerlich

Es bien conocido que la esperanza de vida de las mujeres es superior a la de los hombres. Esto es cierto a cualquier edad, y además esa diferencia no es en absoluto despreciable. Los datos de 2009 muestran que mientras la esperanza de vida al nacer para los hombres era de 78,5 años, la de las mujeres era de 84,6 años, una diferencia ligeramente superior a los 6 años. Esta mortalidad diferencial entre sexos se observa a todas las edades lo que implica, para un periodo de tiempo dado, un riesgo diferente de fallecer en hombres y en mujeres, con un saldo favorable para las mujeres. Traducido en términos de primas de seguros de vida, menor probabilidad de muerte implica menor riesgo para la compañía aseguradora y en consecuencia menor prima; es decir, un seguro de vida más barato para mujeres que para hombres, manteniendo el resto de consideraciones constante. La Directiva del Consejo Europeo 2004/113/CE por la que se aplica el principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres al acceso a bienes y servicios y su suministro permitía, con un cierto carácter excepcional “(…) diferencias proporcionadas en las primas (…) en los casos en que la consideración del sexo constituya un factor determinante de la evaluación del riesgo a partir de datos actuariales y estadísticos pertinentes y exactos” (artículo 5.2). Sin embargo, una reciente sentencia de 1 de marzo de 2011 ha declarado inválida esta práctica con efectos 21 de diciembre de 2012. Por tanto, a partir de esa fecha el sexo no podrá, ceteris paribus, dar lugar a diferencias en las primas que satisfagan las personas individuales por los seguros que contraten, no solo los de vida. Si primas independientes del sexo significan un trato equitativo entre hombres y mujeres es, al menos en parte, una cuestión política o si se quiere de organización social, que parte de la premisa de que hombres y mujeres se encuentran en situaciones totalmente comparables al contratar determinados seguros, lo que ciertamente no es siempre el caso.

Volvamos a la esperanza de vida. Lo que quizá no sea tan conocido es que esa diferencia en esperanza de vida entre sexos no ha sido siempre tan elevada como lo es en la actualidad. En 1900, cuando la esperanza de vida al nacer para el conjunto de la población española no alcanzaba los 35 años, la diferencia entre los sexos era inferior a los dos años, siempre a favor de las mujeres. Ese diferencial creció de forma prácticamente continuada hasta mediados de la década de los 90 del siglo pasado, cuando alcanzó algo más de los 7 años de diferencia, y a partir de entonces inició una senda decreciente.

¿A qué se debe esta evolución? Sin duda hay dos grandes tipos de causas. Por una parte hay factores genéticos, de la misma forma que lo son la raza o el color del pelo. Se trata de factores que están totalmente fuera del control del individuo, digamos sus circunstancias. ¡Dios no reparte la suerte por igual! Por otra parte hay factores ambientales, como son la dieta, el consumo de tabaco o de alcohol, o más generalmente la adopción de un estilo de vida saludable. Sobre estos factores el individuo tiene cierta capacidad de decisión y es, al menos parcialmente, responsable.

En el caso de la mortalidad basta observar la probabilidad de muerte en los primeros momentos de la vida, cuando los factores sociales no han jugado prácticamente ningún papel, para observar que hay factores genéticos en las diferencias entre hombres y mujeres. Así por ejemplo, la probabilidad de muerte en el primer año de vida era, en 2009, de un 3,37‰ para los hombres y de un 2,86‰ para las mujeres. Pero sin duda también hay factores de comportamiento, de hecho algunos autores predicen una mayor igualación de la mortalidad entre sexos a partir de la adopción de ciertos hábitos de comportamiento por parte de las mujeres, tanto en lo referente a la realización de actividades de riesgo, como a los comportamientos no saludables relacionados con el consumo de tabaco y alcohol.

Por ejemplo, un trabajo en curso del Ivie estima que con las condiciones de mortalidad de 2008 la probabilidad de que un nacido en dicho año acabe falleciendo de un tumor de pulmón o relacionado con las vías respiratorias es de un 8,32% para los hombres, y de un 1,37% para las mujeres. Casi con total seguridad aquí hay algo más que factores genéticos. Y la probabilidad de fallecer de un accidente de tráfico es de un 0,88% para los hombres y de un 0,28% para las mujeres.

Una sociedad preocupada por la justicia distributiva debería eliminar toda desigualdad atribuible a las circunstancias de los individuos mediante políticas adecuadas. En este sentido, el artículo 4.1.a) de la Directiva 2004/113/CE prohíbe taxativamente cualquier “…trato menos favorable a las mujeres por razón de embarazo y maternidad”. No puede ser de otra forma. Sin embargo, cuando parte de esa desigualdad es debida a comportamientos de los individuos, entonces un tratamiento igualitario no parece totalmente justificado. Lo que esta idea, basada en el principio de igualdad de oportunidades de John Roemer, significa en el caso de la prima del seguro de vida es que una parte de la misma, la derivada de las circunstancias, no debería ser diferente según el sexo; pero otra, la derivada de los comportamientos sociales, responde a situaciones diferentes, y en consecuencia no hay razón para que sea idéntica en ambos sexos. Lo que sucede en la práctica es que el sexo es fácilmente observable, mientras que el resto de factores no lo son tanto, y por tanto legislar en función del sexo es mucho más fácil.

Estas situaciones son todavía más evidentes si consideramos otros seguros al margen de los de vida. El artículo 5.3 de la Directiva 2004/113/CE impide que “los costes relacionados con el embarazo y la maternidad [den] lugar a diferencias en la primas” de los seguros de salud. Este es un coste que razonablemente debe ser socializado en virtud del principio de igualdad de oportunidades. Sin embargo, existen datos “estadísticos pertinentes y exactos” de que las mujeres tienen, por ejemplo, menos siniestralidad al volante que los hombres, y no habiendo ninguna circunstancia que considerar aquí, no parece que haya razón en este caso para imponer la independencia de las primas de los seguros de automóvil respecto al sexo. El riesgo asegurado es diferente en hombres y en mujeres, su situación no es comparable en este caso, y simplemente estamos tratando de forma distinta situaciones que son efectivamente diferentes. No parece pues que se trate de un problema de discriminación.

En definitiva, la prima en los seguros viene determinada por el riesgo y cuando existe un riesgo diferencial entre grupos de individuos que no deriva de las circunstancias de sus miembros, es decir de factores que escapan a su control, no parece que haya razón para imponer la igualdad en la prima. Pero obsérvese que este argumento no solo se aplica al sexo, sino también a cualquier otra circunstancia de la que el individuo no sea responsable, directa o indirectamente.

Como la Directiva 2004/113/CE solo es de aplicación en el ámbito del acceso a bienes y servicios y su suministro, y no parece que la competición en actividades deportivas tenga dicha consideración, seguiremos viendo en el futuro competiciones de atletas solo de hombres o solo de mujeres, y a Rafa Nadal jugando frente a Novak Djokovic o Roger Federer, en lugar de frente a Caroline Wozniacki o Kim Clijsters, de forma que el ranking de tenistas seguirá teniendo dos números uno, un hombre y una mujer.

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